Todos los años, para celebrar la primavera y el milagro de la cosecha, los niños de la escuela de la Hermandad de Labradores y Ganaderos se postraban ante la imagen de San Isidro con las alforjas cargadas de frutos del campo. Era una forma de agradecerle al santo su generosidad y devolverle sus favores para que no se olvidara de mandarles la lluvia cuando hiciera falta y para que mantuviera fértiles sus huertos.
A primera hora de la mañana, los niños se citaban en el colegio de la Molineta para que la maestra, doña Isabel Cerdán, les diera las últimas consignas antes de ir a la iglesia y les repasara, uno a uno, las vestimentas. Lucían los trajes típicos de la huerta almeriense: las niñas con sus faldas de vuelo, sus chalecos oscuros y sus pañuelos atados en la cabeza, y los niños con sus camisas blancas, sus pantalones negros recortados y sus esparteñas enredadas en el blanco inmaculado de los calcetines.
La escuela de doña Isabel era una sala enorme encima del cerro de la Molineta, un aula mixta que ocupaba una vivienda encalada en cuya fachada destacaba una hornacina de madera con la figura del patrón del colegio. Debajo, aparecía un cartel con el nombre: ‘Escuela Patronal de San Isidro Labrador’.
En la puerta, frente a la imagen de San Isidro, los niños se persignaban antes de emprender el camino hacia el templo. Era un espectáculo ver aquellos ángeles tan bien alineados y tan bien vestidos, recorriendo las calles agarrados de la mano, sin que la maestra tuviera que llamarles nunca la atención. Aquella mujer no solo les enseñaba las primeras letras y el misterio de los números, sino que los educaba como una segunda madre.
Desde la Molineta bajaban en fila hasta la parroquia del barrio de Regiones, donde les esperaban las autoridades: el párroco del barrio, el Gobernador civil y todos los pesos pesados de la hermandad que eran los encargados de organizar la ofrenda.
Como era un día doblemente festivo, ya que coincidía con la celebración de San Indalecio, el patrón de la ciudad, las autoridades tenían que repartirse el trabajo: unos acudían a la misa de la Catedral que casi siempre estaba presidida por el señor Obispo, y otros a Regiones, donde el secretario de la hermandad, Juan del Águila, se encargaba de que no faltara ningún detalle.
A comienzos de los años sesenta, la figura de Juan del Águila era ya tan conocida como la del propio santo al que veneraban los agricultores. Además del cargo que desempeñaba en la hermandad era secretario general del consejo rector de la Unión Territorial de Cooperativas del Campo y del consejo rector de la Caja Rural Provincial, que se había constituido en 1963, aunque todavía no había abierto ninguna oficina.
Juan del Águila se colocaba en el reclinatorio custodiado por dos niños y en el instante de mayor solemnidad leía en voz alta las palabras que cada año le dirigía a San Isidro, dándole gracias por sus desvelos y ofreciéndole los productos que les había concedido la tierra. Las niñas llevaban cestas cargadas de frutas y verduras, convencidas de que aquel santo barbudo con aspecto de peregrino que las miraba fijamente a los ojos desde al altar, trabajaba la tierra desde el cielo, convocaba las nubes y atendía a sus plegarias.
Cuando terminaba la misa, los niños del colegio eran obsequiados con dulces y regalos y por la tarde participaban en la procesión que recorría las calles de Regiones convocando a cientos de fieles. Filas de mujeres con velas custodiaban a San Isidro, cumpliendo así con sus promesas. En la calle Baja de la Iglesia colocaban los cacharricos con el Tío Vivo, los coches de choque y los puestos de churros y de algodón dulce, mientras que la Hermandad de Labradores y Ganaderos levantaba un escenario para que la orquesta de moda prolongara la fiesta hasta bien entrada la madrugada.
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