El reloj que marcaba la pubertad

El primer reloj significaba una nueva etapa, el primer paso hacia la adolescencia

Alumnos del colegio de la Salle en 1962. Solo uno llevaba un reloj de pulsera en la muñeca.
Alumnos del colegio de la Salle en 1962. Solo uno llevaba un reloj de pulsera en la muñeca.
Eduardo de Vicente
20:00 • 23 may. 2023

Había regalos que te marcaban, que te dejaban una huella para toda la vida y pasaban a formar parte de tu inventario sentimental. Todos tuvimos algún juguete que nos llegó al alma y que lo llevamos colgado en el árbol de los recuerdos que nunca se olvidan.



En mi lista de juguetes eternos está un castillo medieval, perfectamente tallado, que le pusieron a mi hermano mayor en  una mañana de Reyes. Recuerdo la impresión que nos llevamos cuando al abrir los ojos y encender la luz de la bombilla del dormitorio, descubrimos sobre la mesa que mis padres habilitaban para los regalos, aquella impresionante fortaleza con sus almenas y sus torres custodiadas por soldados. Tenía una puerta levadiza con cadenas y en la torre más alta se asomaba una bandera con una gran cruz cristiana.



El castillo fue el símbolo de nuestra infancia y cada mañana de Reyes, año tras año, volvía a aparecer ante nuestros ojos, renovado con más defensores y asediado por más guerreros musulmanes que jamás consiguieron conquistarlo.



En esa lista de regalos que pasaron a formar parte de nuestras emociones, hay un sitio especial que solo le pertenece al primer reloj de pulsera que tuvimos. El primer reloj no era un juguete, ni un regalo más del que te olvidabas una semana después. El primer reloj significaba una nueva etapa, un primer paso hacia ese territorio de la adolescencia al que muchos no queríamos llegar. 



El primer reloj era un rito de iniciación a una nueva etapa de la vida, el primer punto y aparte de la infancia, una responsabilidad nueva que nos acercaba al mundo de los adultos. Ya no teníamos excusa para llegar tarde al almuerzo. Ya no podíamos utilizar la coartada de que no sabíamos la hora que era. El primer reloj nos ataba a las normas sin darnos cuenta y nos creaba un compromiso tan grande que no podría asegurar si éramos nosotros los que teníamos el reloj o más bien era el reloj el que nos poseía a nosotros.



Cuando te compraban el primer reloj de alguna manera te estaban diciendo que ya no eras un niño de juguetes, que había llegado el momento de asumir responsabilidades, y en cierto modo, el reloj lo era porque te obligaba a cuidarlo como si fuera un tesoro y a cumplir a rajatabla con los horarios que se establecían en cada familia. 



El primer reloj solía ser un regalo tardío que llegaba en señal de recompensa. En la mayoría de las familias de clase media, allá por los años sesenta, el primer reloj venía cuando se acababa la edad escolar y se entraba al instituto. Las buenas notas en el boletín desembocaban muchas veces en ese primer reloj al que los niños idolatrábamos. Nos pasábamos el día mirando la hora y deseando que alguien nos preguntara por la calle la hora que era. Lo primero que hacíamos cuando nos despertábamos era abrir el cajón de la mesa de noche y recuperar el reloj que nos habíamos quitado de la muñeca para acostarnos. Íbamos a clase presumiendo de reloj y contándole a los compañeros lo orgullosos que estábamos de aquel aparato que según decía en la hoja de instrucciones era antichoque, podía mojarse sin problemas y era visible en la oscuridad. Estábamos tan atrapados por aquella maquinaria que siempre había algún adulto que nos decía aquello de “estás con el reloj como Geromo con la vaca”.



Yo soñé durante años con tener mi primer reloj y poder cronometrar los partidos de fútbol y las carreras en la calle. Un día, tras un largo periodo de insistencia, mis padres me dieron la noticia de que le habían encargado a un primo que me trajera un reloj de Melilla. En aquel tiempo, que alguien de la familia hiciera un viaje a Melilla era un gran acontecimiento que se vivía intensamente en las casas. Melilla era entonces como una gran factoría donde poder hacer realidad los sueños a un precio módico. Allí se podían encontrar los mejores transistores y los relojes de última generación mucho más baratos que en cualquier tienda de Almería. Mi primer reloj vino a bordo del ‘Vicente Puchol’ en una mañana de domingo inolvidable. Caí atrapado nada más verlo y era tanta la veneración que sentía por el aparato que solo me faltaba rezarle todas las noches antes de irme a dormir.


Como nos pasó a tantos adolescentes de aquel tiempo, nuestro primer reloj acabó en manos de uno de aquellos navajeros que en los años setenta nos asaltaban por la calle y se llevaban hasta el pañuelo.


Temas relacionados

para ti

en destaque