Las terrazas de cine de verano fueron el símbolo de un tiempo. En la década de los cincuenta y en la siguiente se convirtieron en auténticos templos del ocio nocturno donde no solo se iba a ver una película, sino también a disfrutar del lujo de tomarse una gaseosa al aire libre. En una época en la que la televisión no había llegado aún a las casas y donde no se conocía el milagro del aire acondicionado, las terrazas de cine fueron el refugio perfecto para las noches de calor de julio y agosto.
Ir a un cine de verano era un acontecimiento extraordinario porque nos permitía salir a la calle a deshoras, reencontrarnos con los amigos del barrio y de la escuela lejos de los lugares habituales para compartir una bolsa de cacahuetes o de tostones con una gaseosa viendo una película y también para volver a ver a aquella niña que tanto nos gustaba, a la que buscábamos con la mirada desesperadamente cada vez que había un corte para ir al ambigú.
Ir a un cine de verano no era un suceso que se repitiera a diario, sino algo excepcional que en las familias donde había muchos hermanos ocurría de vez en cuando, como mucho una vez a la semana, casi siempre los domingos.
Las principales terrazas estaban situadas en el centro de la ciudad y algunas habían nacido entre los callejones estrechos del casco histórico, formando parte de ese entramado de casas bajas que apenas había cambiado en cincuenta años. La revolución urbanística que empezó a sufrir Almería desde mediados de los años sesenta fue un duro golpe para la mayoría de los cines de verano, que se fueron quedando acorralados entre grandes bloques de edificios, expuestos a que los vecinos ocuparan todas las noches los terraos para ver gratis la función.
El empresario Juan Asensio, que en aquellos años dirigía la terraza Moderno a espaldas del ayuntamiento, dejaba entrar gratis a los vecinos que vivían enfrente del cine para que sus azoteas no se convirtieran en un patio de butacas que le hiciera la competencia. El problema lo solucionó cuando a comienzos de los años setenta él también levantó un edificio moderno para poner en el piso bajo un cine de invierno y arriba la nueva terraza de verano. Con este cambio los únicos que podían ver gratis el cine todas las noches eran los habitantes del cerro de San Cristóbal, que acomodados en las rocas coreaban a gritos los puñetazos que daba el muchachillo.
La terraza Imperial, que reinaba en solitario en el Paseo de Versalles, también se vio afectada por los nuevos vientos urbanísticos y en apenas cinco años se quedó rodeada de edificios. Lo mismo le ocurrió a la terraza Roma de la calle de la Reina y a los cines de verano que intentaron hacer carrera en los malecones de la Rambla, en el Zapillo y en Ciudad Jardín.
La decadencia de las terrazas de cine empezó cuando se vieron cercadas por los grandes edificios y se precipitó cuando los aparatos de televisión se instalaron en todos los comedores de las casas, sin distinciones sociales. La tele fue un golpe bajo para el cine y también para la vida vecinal. Cambiamos aquellas noches de verano en la calle, con las sillas en las puertas y las tertulias hasta las doce, por las películas de la tele.
Las terrazas de cine del centro fueron cayendo en picado, una tras otra, empujadas también por la oportunidad de hacer negocio debido al aumento del valor del suelo en el que estaban instaladas. Si hacemos un recorrido por los escenarios donde en su día estuvieron los cines de verano, todos están ocupados por grandes bloques de edificios, con una única excepción, la del cine Moderno, que sigue tal y como lo concibió su propietario hace más de medio siglo, convertido ahora en un colegio de educación especial.
En el barrio playero las terrazas de Ciudad Jardín, los Cármenes y San Miguel prolongaron su existencia por encima de la media y se metieron en la década de los ochenta dando cine en los meses de verano con una buena respuesta del público, aprovechando la vida que se generaba en el barrio con la presencia de los veraneantes.
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