Era el primer otoño después de la guerra. Las heridas estaban abiertas en una ciudad que había sido de las últimas en caer en poder del llamado bando nacional e intentaba recuperarse lentamente de los daños de las bombas, de las vidas perdidas y de una realidad que estaba marcada a diario por la escasez: faltaban los alimentos, faltaba la esperanza y sobraba el miedo en todas aquellas familias que habían sufrido en sus carnes el estigma de la derrota.
Aquella era una ciudad que cambiaba a diario, empujada por la corriente migratoria que empezó a notarse con fuerza unos meses después del final de la contienda, cuando fueron muchas las familias que tuvieron que dejar los pueblos para buscarse la vida en la capital. Los barrios obreros empezaron a poblarse de nuevos vecinos, la mayoría gente con pocos recursos económicos que tenía que encontrar acomodo en casa de otros familiares o como realquilados.
Con ese panorama las autoridades acometieron la empresa de confeccionar el padrón municipal, imprescindible para reorganizar la ciudad y poner en marcha de nuevo toda la maquinaria recaudatoria. En septiembre de 1939 se fueron repartiendo las hojas correspondientes, casa por casa, para que los vecinos fueran rellenándolas y entregándolas en las oficinas municipales. El primer intento fue un fracaso y un mes después de iniciarse la campaña, el propio alcalde, Vicente Navarro Gay, tuvo que dictar un bando para informar a los almerienses que estaban obligados a empadronarse, que aquello no era un capricho.
La realidad es que existía un sentimiento de temor colectivo al padrón porque la sociedad seguía viviendo bajo el miedo. Las represalias estaban a la orden del día y en ese clima de desasosiego generalizado nadie se fiaba de nadie, mucho menos de dar los datos familiares con nombres, apellidos, fecha de nacimiento y dirección, por si estos pudieran ser utilizados en su contra.
En vista de la resistencia de la mayoría de los vecinos a suscribir las hojas para la formación del padrón de habitantes, lo que retrasaba el cumplimiento de las disposiciones vigentes, el propio alcalde cogió las riendas del asunto y concedió diez días de plazo para que los almerienses entregaran las referidas hojas, debidamente cumplimentadas. Como no podía disponer de una pareja de policías que fueran casa por casa obligando a rellenar el padrón, optó por utilizar el método de la amenaza, por lo que todo el que se negara a cumplir la orden y no entregara las hojas de empadronamiento, se les privaría del uso de las cartillas de racionamiento que eran indispensables para poder disponer de los artículos de primera necesidad.
Ante la posibilidad de que las familias pudieran quedarse sin su cartilla de racionamiento, la respuesta de la población fue inmediata, y seis meses después la ciudad de Almería ya tenía confeccionado su padrón de habitantes de 1940.
El padrón era clave también para poner en marcha de nuevo el operativo recaudatorio que pudiera aliviar las necesitadas arcas del municipio, en las que ya no moraban ni las arañas. En aquellos días se publicó otra orden por parte del ayuntamiento en la que se informaba a la vecindad que a todo aquél que tuviera algún recibo del agua pendiente se le cortaría inmediatamente el suministro. Además, se hizo una llamada a los propietarios de carritos de tres ruedas, de bicicletas e incluso de perros, para que abonaran el arbitrio correspondiente y obtuvieran su placa.
El del padrón no fue el único censo que puso en marcha el Ayuntamiento de Almería. En noviembre de 1941 empezó a confeccionar el llamado censo de racionamiento para controlar mejor las cartillas y evitar los fraudes y la picaresca que estaban a la orden del día.
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