La infancia de Juan Guirado Artero estuvo marcada por la ausencia de su padre, que en 1912, cuando el niño tenía dos años, se marchó a la Argentina a trabajar y ya no volvieron a saber nada más de él. Como tantos almerienses de aquel tiempo, el sueño americano fue una aventura de la que muchos, como le ocurrió al padre de Juan, no regresaron jamás.
En ausencia de la figura paterna, tuvo que ser su madre, la señora Aurora, la que tuvo que coger las riendas de la familia y a fuerza de amasar pan y tortas en Tabernas pudieron ir sobreviviendo sin pasar necesidades.
En 1920 decidieron venirse a Almería porque a Juan, que acababa de cumplir diez años, le ofrecieron un trabajo en un famoso bar de la época al que llamaban ‘El Puesto Redondo’, propiedad del empresario Ignacio Núñez. Era una bodega situada en la calle de Granada, muy célebre en aquellos tiempos por las tertulias taurinas que allí se celebraban.
Desde que llegó al bar, Juan fue mucho más que un empleado; le tomaron cariño y lo acogieron como uno más de la familia, tanto que a veces compartía hasta la mesa como si fuera un hijo más. Como era un chico despierto, leía, escribía y sabía de cuentas, no tardó en prosperar y de la bodega pasó a formar parte del grupo de trabajadores del gran almacén de ultramarinos que Ignacio Núñez tenía en la calle de Juan Lirola. Como era un joven educado, con don de palabra y buenos modales, lo hicieron representante mayor, el que se encargaba de visitar las tiendas y los bares de Almería para ofrecerles género.
Allí iba el bueno de Juan con su cartera de cuero debajo del brazo y su lista de clientes, convenciendo a los más escépticos de que el salchichón de Cataluña era un bocado de dioses y que no que existía un bacalao más exquisito que el que su firma importaba directamente de Inglaterra.
Después llegó la guerra civil y a Juan Guirado, como a tantos muchachos de su quinta, lo mandaron al frente a pelear. Estuvo destinado en León y fue uno de los soldados que tomó parte en la trágica Batalla del Ebro, donde fue acumulando los recuerdos más amargos de su vida: vio como algunos de sus compañeros de batallón morían ahogados al intentar cruzar el río, y como un proyectil le cortaba la cabeza al soldado con el que compartía una trinchera.
De la guerra regresó con varias heridas en el alma y con dos violines copias fidedignas de ‘Stradivarius’ y Stainer’, que le compró a una familia que estaba necesitada de dinero. De niño, Juan había dado clases de solfeo y aprendió a tocar el violín. Cuentan que su madre, la señora Aurora Artero, tocaba muy bien las castañuelas y que era tanta su habilidad que la invitaban a todas las bodas; tal vez su hijo heredó de ella la afición por la música, un talento natural que lo acompañó durante toda su vida.
En 1940, Juan Guirado Artero recuperó su oficio como representante de los almacenes de Ignacio Núñez y formó con varios amigos un grupo musical que amenizaba los populares bailes de barrio que se organizaban en la época. Fue también en 1940 cuando contrajo matrimonio con Carmen Salas Monerris, una de aquellas mujeres forjadas en la batalla diaria de la vida, que no paró de trabajar desde que tenía diez años, cuando dejó sus estudios en la Compañía de María para colocarse en la fábrica de caramelos que el empresario don José Fornieles regentaba en la calle de Granada, fábrica que fue saqueada y quemada en los días de la guerra civil.
Como su padre era maestro electricista de la compañía ‘Fuerzas Motrices del Valle de Lecrín’, encargada de la luz eléctrica en Almería, Carmen pudo entrar en la empresa antes de la guerra y recuperar su puesto en los años posteriores. Empezó llevando el botijo del agua a los obreros hasta que consiguió establecerse en la ventanilla de la oficina cobrando los recibos de la luz. Se tenía que levantar antes de las siete de la mañana para ir a trabajar, y como no tenía despertador, la mujer le pedía todas las noches a las ánimas benditas que la despertaran a su hora, un método que no le falló nunca en los cuarenta años de trabajo que estuvo en la empresa.
Juan Guirado y su esposa Carmen Salas se trasladaron en los años cincuenta a una nueva casa, en la calle Santa Matilde, donde hoy sigue viviendo su hija Carmina, la heredera de la memoria de sus padres.
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