¿Qué fue de la Plaza de los Olmos?

Las reformas que sufrió desde 1949 fueron aniquilando el alma de la plaza

Niños de la Plaza de los Olmos en los años 50, en una mañana de Reyes. Al fondo, las fachadas de las casas del flanco norte, desaparecidas en los 60.
Niños de la Plaza de los Olmos en los años 50, en una mañana de Reyes. Al fondo, las fachadas de las casas del flanco norte, desaparecidas en los 60.
Eduardo de Vicente
19:41 • 13 jun. 2023

La Plaza de los Olmos o de Bendicho conserva una parte de la belleza que tuvo, pero apenas tiene vida. Parece un decorado de película, una impostura de cartón piedra donde ya no juegan los niños ni se sientan a tomar la sombra los viejos. Ha quedado olvidada, tan relegada a un segundo plano que se podría dudar de su existencia, de si es real o se trata de una acuarela que el tiempo ha dejado grabada en la memoria de la gente. 



Hace unos años, con la última reforma, le quitaron los bancos para convertirla en un adorno, en un lugar de paso. La plaza había tocado fondo, convertida en refugio de botellones y drogadictos los fines de semana, ocupada por el óxido de la mala vida, que todo lo corrompe.



La historia de la Plaza de los Olmos es un relato de decadencia que fue apoderándose del lugar a medida que se fue apagando la vida vecinal. El primer golpe bajo que sufrió aquella manzana a espaldas de la Catedral fue cuando en 1963 el ayuntamiento autorizó al constructor Enrique Alemán a levantar un bloque de doce plantas de altura en el solar que había quedado tras el derribo de dos edificios emblemáticos del flanco norte de la plaza. Nadie ha podido entender nunca qué pintaba aquel coloso de hierro y hormigón sobresaliendo en un entorno de tanta belleza, enfrente de los muros de la Catedral y de la emblemática Casa de los Puche



Atrás quedaron los días de esplendor de la Plaza de los Olmos, allá por los años cincuenta, cuando todas las viviendas estaban ocupadas por vecinos y cuando los niños trepaban por sus árboles y jugaban al escondite por los jardines, cuando la gente tomaba el recinto en las noches de verano para contarse sus vidas con la coartada del calor. Se puede decir que los niños pasaban más tiempo en la plaza que en sus casas y que en días señalados, como el de los Reyes Magos, todos acababan saliendo a los jardines para enseñarle al resto lo que le habían traído de Oriente.



Entonces era una plaza con una identidad muy particular que llegaba a formar un pequeño poblado donde llegaron a convivir más de ciento cincuenta vecinos. Era un escenario muy marcado por la presencia de la Catedral, el colegio de Seises, por el histórico patio de la Casa de los Puche y por la Casa Sacerdotal, que en aquellos años servía de residencia a los religiosos que venían destinados a Almería. En 1950 la ‘fonda del clero’ era el hogar del señor Tendero, el sacristán de Adra que reinó durante una década en la Catedral. Compartía el recinto con don Juan Lorenzo González, cura de la Catedral y durante años profesor de religión del colegio de San Luis. Allí vivía también el presbítero don Antonio Molina Alonso, el deán catedralicio don José Antón Ortiz, que destacaba sobre el resto por su cerrado acento castellano, y los canónigos don dionisio Pérez Abellán y Manuel Rodríguez Ruiz. Casi todos habían llegado a Almería con sus familiares, unos con sus madres y otros con sus hermanas, siempre dispuestas a cuidar fielmente de los sacerdotes.



De todas las viviendas que rodeaban la plaza, ninguna tenía ni la historia ni la vida del patio de los Puche, que formaba un mundo aparte y recogía entre sus muros a más de cincuenta vecinos que vivían en absoluta comunidad, compartiendo los dos patios con los que contaba el edificio y hasta el váter.



El Patio de la Plaza de Bendicho estaba lleno de rincones  sugerentes: escaleras de piedra por donde los niños subían y bajaban en sus juego sin descanso, pequeñas habitaciones que se habían quedado deshabitadas y que servían de escondite, el patio trasero con su lavadero y las letrinas comunes, y arriba, el ‘terrao’, que era el desahogo de la casa, desde donde se podían tocar las piedras de la Catedral, desde donde se disfrutaba de las mejores vistas posibles en un tiempo en el que no existían aún los grandes edificios y todo parecía estar al alcance de la mano. El Patio de la Plaza de Bendicho fue también un escenario donde los vecinos se buscaban la vida. Cualquier rincón, por pequeño que fuera, era bueno para montar un negocio. Hubo un almacén de carbón y una yesera de la familia Vivas. En la parte de atrás, junto al lavadero, fabricaban barriles de uva y en la húmeda habitación donde estaba el aljibe, el señor Lechuga montó su peculiar almacén que olía a sobrasada y pimentón.




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