Uno de los grandes valores de antaño era la formalidad. Había quien era formal toda su vida y derrochaba esta virtud desde los primeros años del colegio, forjando una fama que lo acompañaba para siempre. Pero había también, en el otro lado de la balanza, el que no echaba formalidad ni en la mili, aquél del que nunca lograbas descifrar si iba en serio o estaba de broma, el que abanderaba una idea y la contraria, el que su palabra tenía menos valor que “la escritura de una choza”, utilizando una expresión que se usaba frecuentemente.
La formalidad era una asignatura fundamental que en muchos casos se traía incorporada en los genes y se iba apuntalando después desde los primeros años de la infancia a través de la familia y en la escuela.
Lo contrario de la formalidad era la rebeldía injustificada. El niño formal procuraba obedecer siempre a sus padres, seguir el sendero que le marcaban y no dar problemas, mientras que el rebelde caminaba de puntillas por el alambre, con un pie en el abismo. En el colegio, el formal solía sentarse en las primeras bancas de la clase, mientras que el tarambana tenía querencia por el pupitre más lejano al maestro, a ser posible en una esquina con poca visibilidad para no enterarse de nada.
El formal llevaba siempre la tarea hecha y cuando el profesor preguntaba no dudaba en levantar la mano. El zascandil o no hacía la tarea o buscaba el milagro del último instante, y unos minutos antes de entrar a la escuela la copiaba de un compañero. El formal se sentía orgulloso de sus buenas notas, mientras que el calavera acababa falsificando la firma del padre en el boletín.
La formalidad incluía ser puntual, que era una cualidad que ibas interiorizando desde la más tierna infancia y que dependía directamente de la educación que te dieran en tu familia. En mi casa, una de las primeras frases que se me quedaron grabadas desde que tuve uso de razón fue aquella que decía “cuando vayas a algún sitio procura que nadie tenga que esperarte”.
La formalidad se sostenía sobre los pilares de la palabra. Dar tu palabra a alguien tenía tanto valor como cualquier documento firmado. Una promesa, en los labios de una persona formal, era un sello inquebrantable, todo lo contario que sucedía cuando te daba su palabra un informal incurable. Cuando el informal te decía aquello de “no te preocupes” cada vez que esperabas algo de él, solo escuchar esa frase ya te llenaba de preocupación.
La formalidad, que tanto valor tenía en la familia y en la escuela, estaba expuesta a los peligros de la calle, y sobre todo a las aguas pantanosas de la temida adolescencia, una etapa de la vida donde más de un formal se equivocó de camino. Sabiendo las amenazas que se cernían sobre los jóvenes cuando acariciaban los catorce o quince años, los padres de antes solían ser intransigentes a la hora de negociar los horarios de llegada. Nadie trasnochaba entonces, salvo que se tratara de algo extraordinario como la feria o una fiesta de fin de año. Se decía que aquellos que frecuentaban la madrugada no estaban haciendo nada bueno. Esta rigidez del horario pesaba con más fuerza sobre las muchachas, que estaban más obligadas a ser y parecer formales.
A los padres de los informales siempre les quedaba el recurso del servicio militar. Teníamos interiorizada la creencia de que en la mili te ponían recto como una vela y que allí te quitaban todas las tonterías de la cabeza. Unos regresaban reformados, haciendo buenos los pronósticos, pero había otros que cuando se licenciaban volvían resabiados, mucho peor de lo que se habían ido.
Se daban casos de jóvenes con una fama bien ganada de informales que daban un giro de 180 grados cuando se cruzaba en su camino una mujer. Cuántas veces escuchamos aquella frase de que a éste o al otro le había venido bien la novia. Echarse novia y dejar la pandilla para alejarse de las malas compañías obraba el milagro de vez en cuando, hasta tal punto que el personaje se volvía irreconocible cuando lo veías tan formal, paseando por el puerto de la mano de su amada.
En Almería teníamos dos pasarelas de la formalidad: una era el Paseo y la otra era el puerto, cuando los domingos se llenaban de familias vestidas de fiesta y de parejas de novios recién estrenadas que de pronto se soltaban de la mano o le quitaban el brazo de encima a la novia cuando a lo lejos veían aparecer a un familiar.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/258463/aquellos-tiempos-tan-formales