Los niños que corrían tras los camiones

Corríamos tras el camión de la Casera y del de la Coca Cola por si acaso ‘caía’ algo

El primitivo camión de la gaseosa La Casera, parado en la esquina de Santa Rita, junto a la puerta del chalet del gitano.
El primitivo camión de la gaseosa La Casera, parado en la esquina de Santa Rita, junto a la puerta del chalet del gitano.
Eduardo de Vicente
20:42 • 19 jun. 2023

La vida en la calle te convertía en un pirata permanente, en un asaltador de tapias de solares, en hijo de los charcos y el fango y en primo de las salamanquesas que en las noches de verano rondaban alrededor de las luces de las fachadas.



En la calle los niños de antes aprendíamos el Latín y de cualquier cosa fabricábamos un juego. Había quien se hacía doctor en puntería y de una pedrada era capaz de apagar una bombilla a veinte metros de distancia. Había artistas que con un trozo de rama de árbol y un pedazo de cámara de bicicleta se fabricaban un tirachinas y cerebros adelantados que con un simple palo y unas gomas de las que se usaban en los envases de los huevos era capaz de componer una pistola.



En la calle aprendías a entretenerte con cualquier cosa, lo mismo te divertías echando a volar aviones de papel que organizando carreras de chapas en los trancos. Lo mismo disfrutabas trotando en un caballo imaginario con un revólver de agua en el bolsillo que echando a correr detrás del primer camión que se te cruzara por delante.



Había una afición consolidada a perseguir camiones, tal vez porque su presencia desmesurada rompía la monotonía de los ‘seíllas’, los ‘850’ y los ‘cuatro latas’ que eran los coches que más transitaban por nuestras calles. La presencia de un camión era un motivo de fiesta porque nos traía una correría diferente.



Un camión era una promesa de aventura, sobre todo si venía cargado de botellas de refrescos. Recuerdo la que se armaba en mi calle cuando a lo lejos veíamos aparecer el camión de la Casera o el que repartía la Coca Cola. Parecían viejos carros de combate por su lento caminar, abriéndose paso con dificultad por las callejas estrechas, buscando el destino de una tienda de barrio. Eran camiones antiguos que se abrían por detrás mediante una compuerta sujetada  con una inmensa cadena que el conductor se encargaba de asegurar para evitar que las cajas se le fueran derramando por las  calles. Corríamos tras el camión de la Casera y de  la Coca Cola por si caía algo, por si se rompía algún refresco y el repartidor lo compartía con los niños en un acto de extrema generosidad. Había también quién aprovecha la ocasión para dar un golpe y mientras el conductor iba y venía de la tienda, metía la mano en una caja y se llevaba una botella. A comienzos de los años setenta, cuando se pusieron de moda los botellines pequeños de Fanta de naranja y de limón, los niños perseguían al camión como el que va detrás de los Reyes Magos.



También gozaban de gran popularidad los camiones que llevaban el agua por las tiendas y por las casas. En Almería se consumía mucha agua de Araoz y no había una tienda de barrio, por modesta que fuera, que no tuviera en su interior un gran depósito de uralita para abastecer a su clientela.



El agua de Araoz era indispensable porque con ella también se hacía la comida. Había barrios por los que iba el camión del agua que venía de Felix, que también gozaba de un reconocido prestigio. En los años setenta, cuando empezamos a ser un poco más delicados, llegaron a las tiendas las botellas en envase de cristal con el agua de Solares y con el agua de Lanjarón, que según la leyenda de entonces, tenía propiedades medicinales y abría el apetito. 



Los niños buscábamos el camión del agua de Araoz para ‘meterle mano’. Cuando el chófer se descuidaba abríamos el grifo del depósito y colocábamos la boca debajo para calmar nuestra sed de aventura, que estaba siempre muy por encima de cualquier otro tipo de sed. Amábamos aquellos camiones del agua y por encima de todos, a la regadora que en las tardes de verano nos quitaba el polvo de las calles y nos limpiaba de paso los pies.


La regadora era una bendición del cielo en aquella Almería pobre de callejuelas sin asfaltar y alcantarillas atrancadas. Cuando aparecía por el barrio, los niños la asaltábamos para provocar que el conductor nos diera una ducha gratis.


Sí, los niños teníamos vocación por los camiones, a excepción de uno de ellos, el temido camión de la basura, del que procurábamos huir cada vez que pasaba dejándonos un olor a podrido que se nos colaba hasta lo más profundo de la garganta y nos hacía imposible rematar aquel bocadillo de mantequilla y azúcar que tanto nos gustaba.


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