El sueño de todo tendero de barrio era que le construyeran lo más cerca posible un bloque de pisos cargado de familias jóvenes y de niños y que no llegaran jamás los temidos supermercados que allá por los años setenta estaban ya al acecho para convertirse en la peor pesadilla posible.
Cuando Manuel Vizcaíno se vino de Vícar para instalarse en la capital, eligió un escenario paradisiaco para cualquier tendero, la zona de Altamira, que en 1970 era un barrio en plena expansión, sembrado de grandes edificios y rodeado aún de terrenos baldíos que no tardarían en ser urbanizados y convertirse en una ciudad al otro lado del cauce de la Rambla. En la decisión de venirse a Almería jugó un papel fundamental una mujer, su novia Pepita, que seguramente fue la que escogió el sitio perfecto para instalar la tienda.
Manuel se podía haber quedado en Vícar y haber seguido los pasos de sus padres, que tenían una larga trayectoria en el mundo de los negocios después de haber tenido una panadería, un bar y una tienda de comestibles. Él siguió el camino trazado por sus progenitores, pero en otro lugar, no sin antes embarcarse en una aventura de juventud que lo llevó a Barcelona, cuando perseguía el sueño de hacerse peluquero profesional. En los años sesenta, la meca de la peluquería moderna estaba en Cataluña, y allí se fueron muchos aspirantes a labrarse un porvenir. La experiencia no cuajó, tal vez porque no era fácil adaptarse a aquella forma de vida vertiginosa de la gran ciudad, por lo que acabó regresando y cambiando de oficio.
En 1970 el Spar de Manolo era ya una realidad. Llegó como un faro para iluminar de vida aquella esquina privilegiada entre la plaza de Altamira y la calle del Doctor Carracido. Allí, coronando esa esquina, colocó el cartel con el pino verde y el círculo, el célebre logotipo de la marca que en menos de una década estaba presente en todos los barrios de la ciudad.
La tienda de Vizcaíno tenía tres espléndidos escaparates que daban a la calle Altamira, mientras que la puerta principal y un escaparate secundario estaban en la calle Doctor Carracido, frente a la misma plaza de Altamira. Todos los años, por Navidad, el tendero cambiaba la piel de los escaparates, los adornaba con guirnaldas y colocaba de forma estratégica las botellas de licor, los mantecados y las peladillas, que entonces eran el manjar principal que no faltaba en ninguna mesa, por humilde que fuera.
El Spar de Manolo funcionaba a toda máquina rodeado de edificios y de una clientela que convirtió la tienda en un lugar de peregrinación. A las cinco de la mañana, el tendero ya estaba de pie, con el Renault 4 cargado de cajas para ir a la alhóndiga. Para un negocio de barrio, como era el suyo, aquellos madrugones le permitían tener la mejor fruta y la mejor verdura que llegaba a los mercados y ofrecérselo a sus parroquianos a los mejores precios.
La vida de Manolo transcurría en aquel establecimiento donde uno podía encontrar de todo, desde una vela para alumbrarse cuando se iba la luz o una caja de mariposas para invocar a las ánimas benditas, hasta una botella de coñac de la mejor marca, todo tipo de embutidos y una amplia oferta de los dulces industriales que acababan de salir al mercado y hacían furor entre los niños. En verano, el congelador se llenaba de los helados de la marca Frigo y Avidesa, que entonces estaban de moda, y de aquella revolución que supuso la salida al mercado de los polos de bolsa que se vendían al módico precio de una peseta.
En la puerta del establecimiento tenía colgada una máquina de chicles y caramelos para aprovechar el paso continuo de jóvenes que iban y venían del centro de la ciudad, y dentro, un gran bidón en el que almacenaba el agua que le traían de Enix. En aquella época las clientas llegaban a la tienda cada una con su garrafa correspondiente, y allí se la llenaban de agua con el tradicional método del embudo.
Manuel Vizcaíno vivía entregado a su negocio, aunque sin olvidar nunca una de sus pasiones: el fútbol. Le gustaba tanto que en el verano de 1982, para ver el Mundial en el trabajo, se compró una de aquellas televisiones portátiles que hacían furor en aquel tiempo.
La tienda, su fiel clientela, su mujer, sus tres hijos, el fútbol, componían la vida sencilla de aquel ilustre tendero de barrio, hasta que todo se truncó el cuatro de marzo de 1987 cuando un coche se lo llevó por delante mientras cruzaba un paso de peatones. Su muerte fue una tragedia colectiva en un barrio donde el Spar de Manolo era mucho más que una tienda.
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