Un muchacho de 23 años embargado por la ambición embarcó un día desde Barcelona en una viaje transatlántico rumbo a Río de Janeiro. Era el almeriense Andrés Felices Jiménez, un zapatero de la calle Castelar con poca clientela a la que servir, que había recibido una carta de sus primos emigrantes en el Brasil quienes les animaban a que se fuera para allá, que en esa tierra que manaba leche y miel podría prosperar con facilidad.
Le dio vueltas al asunto, Andrés. Leyó y releyó la carta de sus parientes veinte veces, hasta que decidió cruzar el Atlántico para llegar a una tierra sudamericana de la que nada sabía. Andrés había nacido en la calle Cucarro en 1917 y era hijo de un carnicero con barraca en el Mercado Central. Allí empezó Andrés con su padre, pero no le gustaba la sangre ni el ambiente de ese lugar lleno de compradores mañaneros, de vasos de anís, de tratos inciertos, donde si te equivocaba con el género podías perder la ganancia del día.
Pidió, por eso, permiso a su padre para meterse de aprendiz en Calzados Olimpia, la zapatería que había abierto después de la Guerra Rafael Sánchez Ortega, sobre parte del antiguo obrador de la confitería La Sevillana. Cuando aprendió un poco a despachar, se puso por su cuenta en un local al lado de la Juguetería Alfonso, al que bautizó con el nombre de sus iniciales, zapatería Anfegi. La tienda no marchaba como él quería, eran los duros años 40, había mucha competencia y en temas de comercio los últimos no eran los primeros.
Por eso, dejó a su hermana al frente del negocio zapatero y compró pasaje para Brasil un día de 1950. Junto a otros dos almerienses, uno de ellos el pintor indaliano Antonio López Díaz, y con una maleta de cartón llegó a esa tierra de promisión y se avecindó en San José de Río Preto, una ciudad ya populosa del creciente estado de Sao Paulo. Pensó que no quería un trabajo físico que lo desgastara, que para eso se hubiera quedado en Almería recogiendo esparto. Fue a unas fábricas de licores y bebidas y se ofreció como representante por todo ese enorme distrito carioca de un país herido que acababa de perder el Mundial de fútbol. Visitaba bares y comercios con su portfolio de anises, coñacs, vermuts, ginebras y comprobó que la cosa no iba mal. Escribió a su novia, Antonia Blanes, para que hiciera el equipaje y se reencontrara con él en Brasil. Antes, se casaron por poderes, haciendo las veces de novio el hermano de Andrés que luego transformó la zapatería Anfegi en el comercio de electrodomésticos Brasil Radio. Antonia hizo la travesía, junto a dos amigas con maridos también en Brasil, y al llegar, el matrimonio decidió probar suerte de nuevo con una zapatería atendida por Antonia, mientras Andrés seguía con los repartos de bebidas.
Así estuvieron 12 años en el lejano Brasil, donde le nacieron sus tres hijos. Mientras tanto, las cartas con los familiares iban y venían cruzando el océano y algo le decía a Andrés que Almería, que España, estaba empezando a cambiar a mejor. Una mañana de 1962 hicieron el camino de vuelta, vendieron la casa con dos jardines que se habían comprado en Río Preto y dejaron atrás años de esfuerzo juvenil, recuerdos imborrables en ese país en construcción y volvieron a su tierra, a su Almería del alma, con baúles cargados de regalos y con unos cruzeiros ahorrados que permitieron a la familia Felices Blanes alquilar el local de los antiguos Laboratorios Durbán, en el inicio de la calle Pablo Iglesias con la Rambla Alfareros, donde antes hubo también una antigua bodega que lindaba, como ahora con la Plaza Calderón, esa donde el monumento al emigrante -un emigrante como Andrés- ha desaparecido después de ser mutilado, dejando solo como herencia una maleta no de cartón como la suya sino de piedra.
Ya no quiso poner más zapaterías Andrés, y apostó, aprovechando el baby boom, por poner un comercio de carricoches de bebé que complementaba con colchones, cocinas y otros electrodomésticos. Compró también, con esos ahorros amasados a lo largo de más de una década brasileña, cuatro pisos en la cercana calle de Maldonado Entrena y bautizó el comercio con el nombre de la ciudad que le había permitido abrirse un porvenir, Río Preto. Tuvo problemas al principio por vender al fiado porque se le quedaban muchas letras sin cobrar. Por eso, puso un cartel bien grande en la entrada advirtiendo que solo se admitían pagos al contado.
Andrés falleció con muchos recuerdos de su tierra brasileña en 1982 y cogió el testigo, junto con su viuda, su hijo y tocayo Andrés, quien decidió darle otro aire al negocio, introduciendo la música de vinilo que lo ha hecho tan singular, junto a los cassettes, los cds y otros artículos como la imaginería de santos y Semana Santa, los disfraces de los carnavales que fueron progresando con la democracia y el más reciente Halloween. Y también las figuras de los belenes y los souvenirs de Almería.
El gran bazar en el que se ha ido convirtiendo Río Preto, junto a ese rompeolas de la Puerta Purchena, acaba de sobrepasar el dintel de los 60 años abierto. Ahora es Andrés Felices II el que se ha hecho eterno en ese santuario de la antigüalla musical; ese Andrés que habita esa casa insinuante de color rosa en la calle Gravina con un Cristo del Medinacelli en la fachada; ese Andrés al que solíamos ver procesionar lleno de fe con el Cautivo -durante diez años- descalzo por las calles de Almería y con los ojos vendados como un reo para cumplir, más que una condena, una promesa. Andrés se ha hecho viejo también en ese espacio alumbrado por su padre, el emigrante brasileño, pero él sigue ahí -quiere seguir ahí- a pie de mostrador de caoba, con sus camping gas colgados del techo, con su San Tesifón y San Pantaleón, con sus máscaras de terror, con su pastorcillos del Belén, con sus reliquias musicales para friquis del vinilo en los estantes, donde solo allí es posible encontrar a Paul Anka al lado del dúo Pimpinela.
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