Un día corría la noticia en tu barrio de que el vecino aquel que tanto había progresado estaba pensando en invertir y comprarse un apartamento en Roquetas. Los sueños de muchas familias almerienses de la clase media pasaban entonces por esa segunda vivienda, por alcanzar ese pequeño paraíso donde descansar en los meses más calurosos y hacer realidad, por fin, lo que durante tantas generaciones había sido una utopía: irse de veraneo.
El apartamento en Roquetas o en Aguadulce te colocaba un par de escalones por encima del resto, te introducía directamente en esa clase social que los niños de aquel tiempo llamábamos los ricos. No había que ser millonario para tener el piso en la playa, pero para aquellos que no podíamos tener ni una casa en propiedad en la ciudad, lo de la segunda vivienda frente al mar y lo del veraneo nos sonaba a opulencia. Un día, una familia de nuestra calle hacía el equipaje y cuando llegaba el día uno de julio se mudaba al apartamento de la playa a pasar las vacaciones. Aquí nos quedábamos los demás, dolidos por no poder seguir el mismo destino y sobre todo, porque perdíamos al menos un amigo para el verano, a ese niño de nuestra pandilla al que no volveríamos a ver hasta después de la feria. Era una pérdida importante porque dos meses, en el contexto de la infancia, eran una eternidad.
Solía ocurrir con frecuencia que aquella vida paradisiaca en la playa que imaginábamos los que nos quedábamos en tierra, tenía sus matices y a veces sus sombras, sobre todo si el padre o la madre tenían que volver todos los días a Almería a trabajar. Cuántos casos conocimos de padres sacrificados que se embarcaban en la aventura de la temida carretera del Cañarete para que sus familias disfrutaran de unas vacaciones de película.
Roquetas de Mar era entonces un paraíso que estaba por descubrir, un pueblo que a finales de los años sesenta había experimentado una profunda transformación. En poco más de diez años había pasado de cuatro mil habitantes a rozar los quince mil. La base de su economía, que históricamente había sido la pesca complementada con la industria salinera y una precaria agricultura fundamentalmente de secano, empezaba a cambiar gracias a la labor del Instituto Nacional de Colonización que con las mejoras que estableció en la red de regadíos puso los cimientos de una moderna y próspera agricultura.
Con el pueblo cambiando de piel a pasos agigantados, llegó el momento de dar un paso al frente definitivo y a mediados de los años sesenta Roquetas se subió al tren del turismo. En noviembre de 1966 el ministro Fraga visitó las obras de la Urbanización que se estaba construyendo frente a la playa, una obra que fue crucial para el despegue definitivo de la zona. Para el verano de 1967 la nueva Roquetas ya tenía terminada casi toda su infraestructura: pavimentación de las calles, alcantarillado, conducción de agua, energía eléctrica y estaba a punto de comenzar la construcción los chales y apartamentos que estaban llamados a convertirse en una gran ciudad.
A comienzos de los 70 el pueblo se había transformado completamente. En la temporada veraniega de 1971 doce mil turistas pasaron por sus playas y en los principales acontecimientos que se celebraban dentro y fuera de Almería, aparecía la publicidad de Roquetas de Mar con aquel logotipo del bañista del bigote con traje de baño antiguo y pelota de playa que te invitaba a disfrutar de la incomparable costa roquetera.
En 1972 ya funcionaban tres inmobiliarias en la zona y media Almería suspiraba por tener un apartamento en Roquetas para poder pasar el verano. Mientras que el turismo era una realidad imparable, la nueva agricultura, con la llegada de los invernaderos, empezaba ya a vislumbrarse como el gran milagro no solo de la economía de Roquetas, sino de toda una provincia.
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