Manolo García era el directivo que siempre te cogía el teléfono, el tipo cercano del club, el que no te negaba una camiseta si se la pedías, el que se esforzaba porque el Almería pareciera un club con chaqueta y corbata aunque estuviera peleando por salir de las miserias de la categoría regional. Manolo era también el que nunca llegaba a adelantarte la noticia de un fichaje pero el que cuando le sugerías tú el nombre del jugador pretendido siempre te respondía: “Yo no he dicho nada” y ahí quedaba todo dicho.
Su historia es la del niño de la Avenida de Vílches que jugaba al fútbol con las rodillas magulladas en los solares del barrio de la Plaza de Toros a finales de los años 50. En una familia de cinco hermanos siempre se gozaba de más libertad que en otra donde solo hubiera un hijo. Cinco herma nos significaba que tus padres no podían multiplicarse para controlar a todos, lo que le vino muy bien para lanzarse a la aventura de las ramblas, que para los niños de su generación era el paradigma de la libertad absoluta.
Manolo fue un niño de la periferia de la Rambla de Belén, cuando aquel escenario era un territorio salvaje donde lo mismo te podías encontrar el cadáver de un perro o el sofá agujereado de un vecino que acababa de hacer una mudanza. En ese fatídico tramo norte de la rambla todo estaba permitido y allí llegaban las pandillas infantiles desde los barrios cercanos a mezclarse con el polvo como si fueran hijos de la tierra y del barro. Allí fue donde Manolo García se hizo portero, que en su época era el puesto maldito, el que nadie quería, el que suponía una pequeña condena para los niños que querían disfrutar regateando y colando goles. Manolo se hizo portero porque era el más grande, el que más espacio ocupaba entre las dos piedras que formaban los postes de la portería. Disfrutaba tanto con el fútbol como con las corridas. Ser niño del barrio de la Plaza de Toros te marcaba y si no tenías recursos para pagar una entrada te podías convertir en un filibustero de los que intentaban colarse. Unos lo hacían trepando por la fachada, jugándose el tipo, y él por el sistema de la barra de hielo. Iba con otro amigo a la fábrica y se presentaba en la puerta del coso diciendo que venía a dejar el hielo en el ambigú.
Alternaba sus correrías infantiles con los estudios, hasta que un día le dio un disgusto a su familia y se puso a trabajar. Su padre, que se ganaba la vida como representante de farmacia y corredor de seguros, hubiera querido que el niño hiciera carrera, pero todas sus carreras se resumieron en aquellos escarceos detrás del balón por la rambla.
Tenía catorce años cuando con una bicicleta de barra, de aquellas antiguas que parecían un tanque cuando había que subir una pendiente, iba repartiendo los pedidos de la papelería Avenida. Aquel oficio fue su universidad y allí estuvo hasta que se fue al servicio militar para terminar de hacerse un hombre.
Cuando le llegó la hora de licenciarse pensó que había terminado su aventura como aprendiz y se embarcó en otra más grande, la de montar un negocio por su cuenta. A comienzos de los años setenta puso en marcha un ambicioso proyecto empresarial que llegó a hacer historia en Almería con el nombre de papelería Colón y con el que llegó a tocar el cielo en los días de esplendor cuando los libros de texto empezaron a despacharse también en papelerías y tenía en nómina a más de treinta empleados.
Su salto al fútbol como directivo lo catapultó al olimpo de la fama definitivamente. Manolo García se convirtió en el contrapunto de Guillermo Blanes, que era el hombre fuerte del club. Nada de lo ocurrido en aquellos años frenéticos de auténticas revoluciones hubiera sido posible sin la figura de uno y de otro. La valentía de Blanes y la ilusión indestructible de Manolo, ese halo de alegría constante que ha sabido mantener hasta en los momentos más duros de su vida, cuando la crisis llegó a su negocio y cuando tuvo que hacer frente a los achaques del corazón.
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