Los jóvenes de ahora no entienden la fiesta sin la madrugada. Son hijos de la noche y desde que cruzan la frontera de los catorce o quince años se ganan el derecho a pernoctar.
La noche, que hoy es la madre de todas las juergas, fue un escenario prohibido para la juventud hasta finales de los años sesenta, cuando la aparición de las primeras discotecas trajo de la mano una nueva forma de ocio en una franja horaria distinta.
Salir de noche era una quimera para los adolescentes de entonces. La noche era de los serenos y en las familias las normas eran tan estrictas que para retrasar la llegada habitual a las casas había que pedir permiso a los padres. Las diez era la hora oficial para volver en la mayoría de las familias. Había que estar antes de las diez aunque fuera sábado, domingo o día de fiesta y solo se quebraba la severidad del horario en casos especiales como eran la Feria, la Nochevieja y en Semana Santa, cuando se disfrutaba de la coartada perfecta de ir a ver a una procesión al Paseo.
La juventud de los sesenta organizaba sus guateques en las casas y en las cocheras bajo una atmósfera familiar donde uno se podía encontrar con una madre o con una abuela rondando por la sala de baile como un centinela. Las fiestas tenían sus días, los sábados o los domingos y empezaban siempre temprano porque difícilmente se prolongaban más allá de las diez. A esa hora cesaba la música y mientras que unos se quedaban recogiendo otros tenían el deber de ir a acompañar a las niñas. Parece una paradoja: en aquellos años donde casi nunca pasaba nada, cuando la delincuencia era una anécdota en Almería, los padres exigían a sus hijas que para poder llegar más tarde de lo habitual tenían que hacerlo acompañadas.
No es de extrañar que en las postrimerías de esa década la aparición de las discotecas con sus horarios nocturnos creara serios conflictos entre padres e hijos. La discoteca era una invitación a descubrir ese territorio prohibido que era la noche. Es verdad que muchas abrían temprano, que se podía ir a bailar a las siete o a las ocho de la tarde, pero la juerga auténtica, la fiesta con todas sus connotaciones, se desplegaba de noche y se hacía poderosa durante la madrugada.
Cuando empezó la moda discotequera las familias se tuvieron que enfrentar a un contexto desconocido que puso en entredicho una serie de normas que parecían incuestionables. La frontera de las diez se quedó muy corta y los jóvenes empezaron a exigir mayor flexibilidad en los horarios. Todos hemos conocido o hemos oido hablar de algún joven de aquel tiempo que para ganarse la libertad se levantó contra sus padres y los amenazó con irse de la casa.
Los tiempos estaban cambiando. Los padres, que habían sido los jóvenes de la posguerra, venían de la austeridad absoluta, de la autoridad incontestable del cabeza de familia, de la obligación del hijo de respetar las normas si quería seguir viviendo en el núcleo familiar.
Encontrarse de pronto con un hijo rebelde fue un trauma para muchas familias que tuvieron grandes dificultades para adaptarse al cambio de ciclo. En esa batalla por conquistar la noche, las muchachas lo tuvieron mucho más complicado porque tenían menos libertades que los hombres y menos posibilidades de llegar tarde a sus casas.
Fue a finales de la década y a comienzos de los años setenta cuando el fenómeno de las discotecas llegó a convertirse en una auténtica revolución. Este tipo de locales eran una invitación para descubrir la madrugada y un asalto a las normas establecidas.
Las discotecas no gozaban de buena fama en sus comienzos. Muchos padres y madres las consideraban como locales de perversión donde no se podía aprender nada bueno. Qué provocación para esas familias de Almería que veían al mismo demonio cuando alguien les hablaba de una discoteca, sobre todo cuando imaginaban que sus hijos o sus hijas pudieran frecuentar aquellos negocios nocturnos de ‘dudosa’ reputación que les cambiaba el ocio de la juventud y hacía saltar por los aires el orden natural de las casas.
Allí, en el anonimato de una discoteca, en plena noche, los padres no podían establecer la vigilancia férrea que organizaban en los guateques caseros, cuando las madres mandaban a los hermanos pequeños y hasta la abuela a vigilar para que nadie se pasara cuando sonaran las lentas.
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