El 11 de abril de 1945, con los partisanos soviéticos a punto de entrar en Praga y aplastar a los alemanes, un almeriense de Antas se encontraba moribundo en una camilla del campo de concentración checo de Hradistko con una endeblez extrema, a pesar de solo contar 37 años. El enfermero del barracón, Paul Hug -un siniestro personaje acusado en el juicio de Nuremberg de canibalismo- se le acercó por detrás sin previo aviso y, como en una broma macabra, le asestó una inyección intravenosa de etanol que dejó sin vida al preso en pocos minutos echando espuma por la boca. El asesinado se llamaba Antonio Clemente Jódar y nació en Antas en 1908. Era corto de talla pero aguerrido y al día siguiente, su cuerpo esquelético fue quemado, junto al de otros cientos de prisioneros, en el cementerio crematorio de Strasnice, en Praga. Sus cenizas no fueron reclamadas por nadie, hasta que unos meses después, el Departamento de Prisioneros de Guerra francés repatrió su urna -la número 64.708- junto a otras doscientas de franceses muertos en ese campo de la SS, creyendo que el antuso era uno de los suyos, porque en la ficha aparecía con el nombre de Antoine Clement, de sus años de lucha en la Resistencia gala. Sus restos fueron enterrados entonces por error en el cementerio militar de Cambronne, en París, con una crucecita clavada en la tierra y un rótulo que reza: ‘Antoine Clement-mort pour la France’.
La historia de cómo ha podido conocerse la verdadera identidad de este Clemente, nacido antuso y muerto erróneamente francés, se debe a un río de casualidades: la primera ocurre cuando el comandante del campo de Hradistko, Alfred Kus, da orden de incinerar los cuerpos de más de 2.000 prisioneros asesinados en abril de 1945, para no dejar rastro ante la inminente llegada de los rusos y la derrota alemana. El administrador del crematorio, Frantisek Suchy, incumpliendo las órdenes nazis y arriesgando su vida, en lugar de hacer desaparecer los restos, optó por guardar las cenizas en urnas individuales numeradas, anotando el nombre de la víctima, su número de deportado y la fecha de la muerte, entre ellas la del antuso.
La segunda casualidad fue la investigación llevada a cabo por Antonio Medina, un nieto de uno de los siete incinerados españoles en Hradistko junto a Clemente. Medina pegó un brinco, cuando releyendo la lista de las urnas repatriadas por la misión francesa, reparó en el nombre de Clemente. Y así se lo contó al investigador Unai Eguía: “Lo franceses se llevaron a uno de los nuestros por error”. Las cenizas de los otros seis españoles caídos en ese campo checo que fueron incinerados, reposan en el crematorio de Strasnice, en Praga.
A partir de ese error de confundir al republicano almeriense con un soldado gabacho, Unai se puso a investigar comprobando que en la ficha redactada por el incinerador Suchy, el lugar de nacimiento anotado era el de Bera. Llamó a la villa de Bera, en Navarra, y no encontró nada; y llamó al archivo de nuestra Vera almeriense y allí, el archivero municipal, Manuel Caparrós, miró las partidas de nacimiento, pero no aparecía. Hasta que Unai se le ocurrió repasar los expedientes de Quintas y dio con el nombre de Antonio Clemente Jódar y con su asiento de bautismo en Antas, no en Vera. Llamó a Antas, habló con el historiador local, Luis Artero, quien encontró la partida de nacimiento, que coincidía con la de bautismo, desentrañando el secreto de aquel almeriense muerto en la lejana Praga: Antonio no era de Vera, sino de Antas, nacido en 1908 en el pago de Aljáriz, hijo del jornalero Francisco Clemente Cano y de María Jódar Gil, oriunda de Bédar, y bautizado en la Parroquia de la Virgen de la Cabeza. Todo encajaba ya gracias a la labor de esas tres personas y su búsqueda de la verdad: Unai, Manuel y Luis. No consta que Antonio Clemente se casara ni que tuviera hijos, sí dos hermanos: Francisco, que marchó al exilio como él, y Mariana. Tras perder la Guerra como soldado republicano, Antonio salió por la frontera francesa como tantos compatriotas, hasta llegar al Campo de St. Cyprien y Angeles-Sur Mer. Allí malvivió y decidió alistarse en 1940 en la Resistencia francesa, en Burgueses, hasta que fue detenido por las tropas alemanas y enviado al campo de Buchenwald y de allí, en 1944, al de Hradistko, en la Checoslovaquia ocupada. Fue conducido entre alambradas, nieve y frío en un vagón de ganado junto otros cientos de españoles -no hubo solo el infierno de Mauthausen, hubo más campos de exterminio para los republicanos almerienses detenidos por los nazis- y al llegar al nuevo campo lo afeitaron, lo desnudaron y le miraron la dentadura como a un caballo. Durante más de un año, estos rojos españoles, alejados de su patria eran torturados y obligados a acarrear piedras desde la 4 de la mañana con una sopa de nabos por todo alimento.
Clemente aguantó y aguantó, un día y otro día, soñando con volver a su pueblo, a oler de nuevo el azahar de los naranjos, a abrazar a sus padres; Antonio aguantó, pero no lo suficiente. Estaba enfermo sí, pálido, pero fue un criminal de bata blanca el que le dio la puntilla para aligerar la enfermería de moribundos, quince días antes de que acabara la Guerra y de que Hitler se suicidara.
Aún quedan familiares del malogrado preso republicano en su Antas querida y por eso el Ayuntamiento, a iniciativa del bueno de Luis Artero, organizará el próximo 4 de agosto un homenaje a su memoria en el que se colocará un adoquín traído de Hradistko, con su nombre y su fecha de nacimiento, en el camposanto de Antas, en un acto de concordia, aunque sus cenizas reposen para siempre en una urna, junto a una crucecita blanca, en un cementerio parisino con el número de tumba 1075. Quizá sería bueno repatriar también esas cenizas, símbolo de la lucha por unos ideales, a la tierra de Antas, como el propio Antonio, corto de talla, pero no de valentía, hubiera deseado.
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