Eran los futbolistas de la épica, los que llevaban la huella del hambre en la mirada, aquellos hijos del barro y del pan duro que se convertían en héroes con un pañuelo en la cabeza, corriendo detrás de un balón esquivando las patadas del contrario y el aliento en la nunca de la hinchada enemiga.
Eran los que de verdad se dejaban la piel en el campo y a veces hasta las rodillas cuando una lesión te dejaba cojo para toda la vida. Formaban parte de un fútbol primitivo donde el masajista se colocaba los galones de médico, donde el agua milagrosa era la única medicina que calmaba el dolor después de un encontronazo. Si te daban una patada y no te mataban tenías que seguir en el campo, aunque fuera arrastrando la pierna, ya que en aquel fútbol de los años cincuenta solo se podía hacer un cambio, el del portero y en caso de lesión.
Tenían la estética del andamio, eran auténticos obreros del fútbol camuflados en aquellas camisetas descoloridas que tenían que durar toda una temporada. Parecían dandis venidos a menos, tan lejos de la imagen actual del atleta repeinado y lleno de tatuajes. Aquellos estilistas del balón tenían más facha de albañiles que de deportistas, con los cuerpos desgarbados que les había dejado la guerra, delgados como juncos, con la musculatura justa para caminar y las piernas cubiertas de pelo como símbolo de su indiscutible masculinidad.
Épica fue la época que les tocó vivir. Épica era la estampa de aquellos jugadores que se colocaban un pañuelo en la cabeza como si fueran supervivientes de una guerra; épica era la supervivencia en aquellos campos de tierra y mala hierba. Épicos eran los viajes de los equipos en autobús, cuando para ir a Macael o a Adra había que echar medio día de camino, cuando las carreteras eran tan tortuosas que los jugadores llegaban a los campos contrarios agotados antes de que el balón echara a rodar.
Épica era la actitud de los árbitros y de los jueces de línea que tenían que tener tantos conocimientos de fútbol como de artimañas para huir cuando el ambiente se cargaba más de la cuenta y los aficionados se convertían en verdugos. Cuántos se quedaban atrincherados entre las cuatro paredes del vestuario esperando a que la pareja de la Guardia Civil convenciera a los exaltados.
Épica era la vida de los clubes que salieron a escena en aquellos años. Sólo contaban con los recursos que ellos mismos iban generando con la venta de entradas, que eran mínimos, y tenían que recurrir a la venta de papeletas y a los sorteos de la tómbola para seguir compitiendo. Un ejemplo de la dureza del fútbol lo tenemos en la U.D. Almería, que en los años cuarenta llegó a ser el club representativo de la ciudad, militando en Tercera División. Para poder competir en la Liga en la temporada 1947-1948, el club tuvo que organizar un sorteo en la Feria por mediación de la tómbola de la Plaza Circular. La papeleta costaba dos pesetas y el premio mayor era una “magnífica pareja de mulas” y el segundo premio “un dormitorio de matrimonio”, que en aquel tiempo era un lujo para la gente humilde.
Un componente épico tenían también las crónicas que aparecían en los periódicos. En aquel tiempo la única forma de enterarse de lo que había sido el partido del Almería cuando jugaba fuera era el comentario que aparecía uno o dos días después en las páginas del diario Yugo. Las crónicas relataban con un lenguaje solemne todo lo que había ocurrido sobre el terreno de juego y casi siempre venían adornadas con una pincelada de parcialidad, barriendo para el equipo de sus colores.
Aquel fútbol olía a lejía, a linimento del Tío del Bigote, a cigarrillos y a puros baratos, a cacahuetes y pipas y al sudor reseco de los jugadores que no podían ducharse al terminar el partido porque no había agua caliente o porque el ambiente se había puesto tan caldeado que habían tenido que salir corriendo desde el campo al autocar para no salir apedreados.
Aquel fútbol almeriense de los cincuenta vivía anclado en la provisionalidad, pendiente de la rifa y de la colecta popular para poder hacer fichajes o de que llegara un alcalde o un empresario con la cartera llena para que esa temporada el equipo representativo pudiera salir adelante, sabiendo que por buenos que fueran los resultados, la sombra de la desaparición siempre estaba al acecho.
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