Fue en los primeros años de la posguerra cuando el empresario almeriense Rafael Díaz Artero montó una venta de carretera en el paraje de la Cuesta de los Callejones, justo enfrente de donde en aquel tiempo se levantó el Hogar ‘Alejandro Salazar’, en la finca del Canario.
La bodega ‘Los Callejones’, como así se llamaba, ocupaba un lugar estratégico en ese camino que iba desde el cementerio al cruce de Huércal, paso obligado para todo el que iba o venía a la ciudad ya fuera por la carretera que iba a Granada o por la que comunicaba con Murcia. Por allí cruzaban también los estraperlistas que con las alforjas cargadas se paraban en el bar a reponer fuerzas o a cambiar el género que traían de los pueblos.
Los internos del hogar solían merodear también por la puerta de la bodega, buscando la recompensa de un manojo de habas o de ese trozo de tocino que se había quedado varado en el plato de un cliente. Entonces, hasta una humilde corteza de jamón era un motivo de fiesta.
La bodega de Rafael Díaz vivía del tráfico de la carretera, de las excursiones que se organizaban los domingos y vivía también de los funerales. Se hizo costumbre, en aquel tiempo, que los hombres, después del mal trago de un entierro, se reencontraran con los pequeños placeres de la vida compartiendo una botella de vino. Con el estómago lleno y los ánimos renovados, el camino de regreso se hacía mucho más corto. El luto se seguía llevando por dentro, pero nadie podía dudar de que con un par de vasos de la Contraviesa entre pecho y espalda las penas se digerían mucho mejor.
La bodega de ‘Los Callejones’ era la primera que uno se encontraba al dejar atrás el cementerio, pero no era la última. En el cruce de Huércal aparecía otra venta que llegó a alcanzar fama provincial y que durante décadas fue una referencia para las familias que salían los domingos a almorzar.
Allí aparecía la bodega ‘La Cepa’, famosa por sus vinos y sobre todo, por esos bancales de habas que se cultivaban en el huerto del establecimiento. Por las mañanas temprano, los aguardientes, y al mediodía, el bendito vino de Dios que tanta sed y tanta fuerza daba a su exquisita clientela.
El negocio formaba parte de la vida de aquel paraje como el camino y como las montañas que aparecían en el horizonte. ‘La Cepa’ ya existía a comienzos del siglo pasado, cuando era una venta de carretera donde paraban los carros y las diligencias que entraban y salían de la ciudad. Ofrecía servicio de comidas, un pequeño hospedaje para viajeros y un establo para los animales con taller de fragua y herrero. El establecimiento fue ganando prestigio con el tiempo hasta convertirse, en los años sesenta y setenta, en uno de los más populares de Almería, donde cada domingo pasaban cientos de familias a disfrutar del vino, del jamón y las habas del lugar.
Allá por los años cincuenta, cuando casi nadie tenía coche, los grupos de amigos salían de excursión hacia aquellos contornos buscando el destino final de una mesa en ‘La Cepa’. Los ciclistas, que en aquel tiempo llenaban las carreteras cercanas, acababan juntándose siempre en ‘La Cepa’ para reponer las fuerzas perdidas después de una carrera.
Recuerdo, cuando era niño, los coches aparcados en la puerta de las dos bodegas y lo complicado que era a veces encontrar una mesa libre si no la habías reservado. Una de las ilusiones de los domingos, cuando las familias empezaron a progresar, a tener su primer coche y a disponer de los ahorros suficientes para irse a comer fuera, era celebrar una comilona a base de habas y tocino.
Como nadie tenía conciencia entonces del colesterol ni de la hipertensión, estábamos convencidos de que una buena rebanada de tocino magroso con pan era gloria bendita y que un vaso de vino no solo era saludable, sino que tenía efectos milagrosos para los niños que eran especialmente delicados a la hora de comer.
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