El hombre del burro formó parte del paisaje turístico de la ciudad en los años sesenta, cuando al llegar el verano recorría las playas buscando la oportunidad de una fotografía a cambio de cinco duros. Había fotógrafos ambulantes que seguían utilizando el viejo reclamo del caballo de cartón y se colocaban en el Parque aguardando la llegada de los niños, y había otros que no se conformaban con el animal postizo y se buscaban la vida con un burro de carne y hueso con el que conquistaban los corazones de los veraneantes y se ganaban un sueldo diario.
Por el camping de la Garrofa solía ir un vecino del barrio de la Chanca que por las mañanas, antes de que apretara el calor, se echaba a los caminos montando en el borriquillo. Iba a trote lento, recreándose en cada curva y saludando con el sombrero a los coches que cuando se cruzaban hacían sonar el claxon en señal de aliento.
Aquel buscavidas itinerante no tenía máquina de fotos, ni falta que le hacía. Su negocio se basaba en la gracia del pollino, que volvía locas a las extranjeras, como si no hubieran visto nunca un burro. Se presentaba en el camping como si fuera un caballero andante y conquistaba el corazón de los guiris que cuando lo veían aparecer corrían en busca de la cámara de fotos para inmortalizar aquel instante junto al último jinete de la tierra. Había tardes que regresaba con veinte o treinta duros en el bolsillo y otras que se tenía que venir con las alforjas vacías, lo que lo obligaba a acercarse al Palmer a ver si le tocaba la lotería.
Sus mejores clientes solían ser los turistas alemanes, que eran más generosos con los franceses y solían frecuentar todos los años aquel camping moderno junto a la vieja carretera que comunicaba con Aguadulce.
La Garrofa era un rincón turístico que seguía conservando su vieja estela de lugar perdido entre los acantilados del Cañarete, uno de esos paraísos olvidados a los que sólo iban los extranjeros que venían en verano, los aventureros en bicicleta y algunas familias a pasar los domingos. Ir a La Garrofa era como hacer un viaje; los cinco kilómetros que separaban a este rincón de la capital parecían una distancia mucho mayor por las malas condiciones de la carretera y por el complicado acceso a la playa.
El lugar tenía su puente pintoresco colgando en el barranco y unas viejas casuchas que en otro tiempo habían sido las viviendas de los carabineros que vigilaban la costa. A finales del siglo diecinueve, formaron un pequeño cuartel con seis carabineros bajo las órdenes del sargento Juan Castro Hernández, que se hizo célebre en la época por su habilidad para cazar a los contrabandistas. Después de la guerra, cuando el cuerpo de carabineros desapareció para integrarse en la Guardia Civil, el puesto de vigilancia costera fue protegido por los miembros de la benemérita, que acechaban por aquellos montes, escondidos en sus amplias capas y bajo la complicidad de los tricornios.
La leyenda negra de La Garrofa pasaba también por haber sido el escenario de brutales crímenes de guerra en la noche del 15 al 16 de agosto de 1936. Para recordar la memoria de las víctimas, el 20 de noviembre de 1954 se inauguró frente a la playa un mausoleo en honor de los hombres caídos en aquel rincón, con una lápida donde aparecían los nombres de las víctimas y una cruz que coronaba el monumento.
Es fácil entender que a muchos almerienses les causara respeto acercarse a aquel paraje, tan poco accesible, tan marcado por la historia. Tuvieron que pasar los años para que el destino de La Garrofa cambiara de rumbo y que la gente descubriera sus incalculables valores paisajísticos.
En 1958, un importante empresario almeriense, Juan Navarro Hanza, en un viaje que realizó por Alemania, conoció una nueva forma de hacer turismo, los campings, y pensó en crear uno en Almería. Fueron tres años de trabajo y dos mil camiones de carbonilla para acondicionar rincones y caminos y convertir la zona en un paraje que conservando su atractivo natural y su tranquilidad, fuera cómodo para los turistas.
La Garrofa se transformó en el camping de Almería y tuvo una excelente acogida por un tipo determinado de turistas, aquellos que buscaban el pleno contacto con la naturaleza y huían de los grandes núcleos como Marbella, Torremolinos o Benidorm.
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