El moreno soñado era el de las extranjeras que venían con la intención de llevarse sol para todo el año. Se tumbaban en la hamaca y en vez de echarse protección se llenaban el cuerpo de aceite para potenciar el bronceado. Entonces no se utilizaban los protectores solares ni se tenía conciencia del peligro del sol. La moda dictaba que había que ponerse moreno en verano y ellas, las que venían de los países del norte, se lo tomaban tan a pecho que en un par de días parecían oriundas de Mozambique.
Aquí, en Almería, se llevaban distintos tipos de bronceado. Todos conocíamos el clásico moreno Agroman, cuya patente la tenía el gremio de albañiles. El moreno Agroman era un bronceado de andamio a las tres de la tarde, a medio camino entre la insolación y el corte de digestión. Era un moreno primitivo e inacabado, una obra incompleta que acababa componiendo una estampa grotesca cuando el obrero se presentaba el domingo en la playa con la cara tostada por el sol, con los brazos ennegrecidos del trabajo de la semana y el resto del cuerpo tan blanco como la nieve.
También se llevaba mucho el moreno de terrao y balcón, que era un moreno femenino que solía adelantarse unas semanas antes a la llegada oficial del verano. Todos conocíamos a alguna vecina que a finales de mayo se subía a escondidas a la azotea con la toalla y la radio y en paños menores le rendía culto al sol para que con sus rayos generosos multiplicara aún más su belleza. Las jóvenes de los terraos solían buscar siempre la esquina más escondida para que nadie las descubriera, pero la mirada de los niños de entonces, aquella mirada que quemaba tanto como el sol, podía traspasar la barrera de una sábana o la que formaba la ropa tendida, y bastaba un poco de viento cómplice para que descubriéramos el milagro de aquel cuerpo entregado al astro rey o para que al menos nos lo imagináramos completamente desnudo.
Había un día de atracón oficial de sol, el día del bronceado automático, y ese día era el 18 de Julio, que era fiesta nacional de verdad, sin reservas. En Almería ocurría algo muy curioso: a las doce de la mañana la ciudad se quedaba completamente vacía y el Paseo parecía la estampa del día después de la desaparición del hombre sobre la tierra. El éxodo a las playas era absoluto y los que no podían coger el camino de Cabo de Gata o de Aguadulce, que eran la mayoría, tomaban las Almadrabillas y el Zapillo como si fuera el último día de playa de sus vidas.
El 18 de Julio era el día de los bronceados de aluvión. Todos regresábamos con otro color de piel y algunos tan afectados que terminaban buscando la farmacia de guardia para aliviar las molestias de las quemaduras. El moreno del 18 de Julio duraba hasta la feria y el día después era el de los pieles rojas y las espaldas despellejadas. A comienzos de los años setenta ya se comercializaba en las tiendas la crema Nivea, que era la que casi todos utilizábamos para curarnos las quemaduras del sol.
El 18 de Julio no era un día más de playa, era el gran día, el día de las familias, cuando las casas se quedaban vacías y hasta a las abuelas con la butacas se les buscaba un hueco en la arena. Las gentes llegaban en procesión, cargadas como si fueran a un largo viaje: los niños se encargaban de buscar los palos y las cañas para montar los ‘chambaos’ que se levantaban con sábanas y toldos antes de que las sombrillas se pusieran de moda, mientras que los mayores organizaban toda la logística alimenticia.
Nada más llegar a la playa la primera escaramuza era montar la sombra y colocar la sandía enterrada en la orilla para que cogiera el fresco del mar. Las neveras eran todavía un lujo y la fruta como las bebidas se enfriaban con el agua del mar. Aún no habían llegado las botellas de plástico al mercado y el agua se llevaba en aquellas antiguas garrafas de cristal cubiertas de mimbre que popularmente se conocían con el nombre de ‘damajuanas’, y que también había que ponerlas a refrescar en la orilla.
En aquella larga jornada de playa uno tenía siempre la sensación de que los únicos que disfrutábamos éramos los niños, porque nuestras madres trabajaban más que si estuvieran en la casa, atentas siempre a que a nadie les faltara comida y a que los niños no se alejaran de la orilla ni se metieran en el agua haciendo la digestión. Algunas ni se llegaban a quitar la ropa.
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