Los vecinos del Reducto, de la Plaza de Pavía, de la zona del Parque y de la Almedina no necesitaban despertador. Todos los días, a las ocho de la mañana, con frío o calor, con un sol radiante o con tormenta, el sonido de la corneta del cuartel avisaba a media Almería de que eran las ocho de la mañana. En ese momento los soldados izaban la bandera y así empezaba un nuevo día en esa otro ciudad que durante más de veinte años estuvo instalada entre los muros del viejo Cuartel de la Misericordia. Aquellos soldados eran los del Regimiento de Infantería Nápoles 24, que estuvo ubicado allí hasta la reorganización del ejército de 1965.
Numerosas promociones de soldados de la provincia prestaron su servicio militar en aquel regimiento, cuando los jóvenes, para quedarse en su tierra, escogían el camino de presentarse como voluntarios.
Los soldados del Nápoles 24 formaban la guarnición de la Plaza y el viejo cuartel era su territorio, como una ciudad con sus propias leyes y sus propias formas de entender la vida: una manera distinta de vestir, un lenguaje diferente donde las palabras orden, disciplina y obediencia marcaban la hoja de ruta a diario y unos horarios estrictos que no había que cumplir a la fuerza.
El cuartel era un mundo aparte: en el piso bajo principal estaban las dependencias de los oficios: la sastrería, el maestro armero, el herrero, la barbería y el bar de los oficiales y suboficiales, que eran lugares sagrados donde se decidían las cuestiones de Estado. Por allí estaba también la nave del economato, que era la tienda que le permitía a los militares comprar más barato que en cualquier comercio de la ciudad. En el ala de poniente, donde unos años después construyeron los pabellones de viviendas, estaban las cuadras de los caballos, lindando con la cocina y el comedor, y en el otro lado, junto al patio de los Naranjos, las oficinas de las autoridades y las aulas donde los maestros que estaban haciendo la mili le enseñaban a leer y a escribir a los soldados analfabetos, que formaban un grupo importante.
En el segundo piso estaba la casa del coronel del regimiento, que era otro mundo aparte dentro del cuartel. Tenía a sus órdenes a todo el personal y si alguna vez necesitaba un albañil o un electricista, echaba mano del soldado de turno para resolver el problema sin gastarse una peseta. Tenía hasta su chófer, que también era un soldado de remplazo.
El cuartel tenía su cantina reglamentaria para la tropa y una panadería propia donde se elaboraban los célebres chuscos, aquellos bollos pequeños y redondeados que tanto daban de sí a la hora de los bocadillos.
El cuartel contaba también con una lavandería que funcionaba todos los días de la semana para que los soldados lucieran con esplendor cuando salieran a la calle. Las azoteas del cuartel estaban siempre llenas de ropa tendida que como improvisadas veletas cambiaba de dirección al compás que marcaba el viento. Por las tardes, se veía salir el pelotón del Nápoles 24 al mando de un alférez cuando iban a patrullar por las calles con sus ropas relucientes. Primero se pasaban por el Hospital para hacer el parte sanitario de los soldados ingresados y luego visitaban el Gobierno Militar, que entonces estaba al lado de Correos. Los domingos, aparecían por el estadio de la Falange y por los cines, lugares frecuentados por reclutas del campamento.
El viejo cuartel tenía sus propios olores: el perfume agrio de los petates y la ropa militar que se iba quedando como una estela por donde pasaban; el olor de los dormitorios masculinos que el aire renovaba en cada amanecer cuando se ordenaba abrir las ventanas, y ese aroma a vida renovada que salía de los hornos del obrador para anunciar la hora del desayuno.
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