En la puerta del cuartel, frente a la entrada principal, ocupando una parcela de la calle, había dos garitas de acceso que estaban custodiadas durante el día por los soldados que formaban la guardia.
Para muchos niños del barrio, el primer sentimiento de miedo a la mili nos llegaba cuando veíamos a aquellos militares sin vocación pasando frío, hieráticos como estatuas de piedra, mirando desde la distancia de sus uniformes como pasaba la vida por delante, esa vida civil con la que tanto soñaban.
El viejo cuartel tenía además cuatro garitas, distribuidas por las esquinas estratégicamente. Las garitas estaban ligadas físicamente a los muros del recinto, pero tenían un pie fuera, mirando a la calle, como si se tratara de un balcón o de una ventana más del barrio. El soldado de guardia que subía a una garita se fugaba inmediatamente con la intensa vida que generaba esa gran ciudad que rodeaba el acuartelamiento.
Las garitas que daban al sur, a la fachada principal, eran las que más movimiento tenían, mientras que las que miraban al norte, a las murallas de la Alcazaba, eran siempre un desahogo para el vigilante porque tenía la certeza de que por allí no iba a cruzarse ningún mando.
De todas ellas, la garita preferida de los soldados era, sin lugar a dudas, la que daba la calle de San Antón y a la esquina de la calle de San Juan. Era la que tenía menos altura con relación a la calle y como era también la menos visible, reunía las condiciones perfectas para las escapadas de los soldados de Almería que querían dormir en sus casas. En aquellos tiempos, a mediados de los años 60, aún no existía el beneficio del pase de pernocta, que permitía a los militares de remplazo que eran de Almería irse con sus familias cuando tocaban ‘salida’ a las seis de la tarde.
Oficialmente todo el mundo estaba obligado a hacer noche en el cuartel, pero como funcionaba la pillería, hasta el más tonto se organizaba para fugarse con la complicidad del soldado de guardia y un trozo de cuerda para dejarse caer. Eso sí, el que se escapaba sabía que por la mañana, antes de que amaneciera, tenía que volver a realizar la misma operación, pero esta vez escalando la tapia.
El cuartel era una fuente continua de vida para la ciudad y sobre todo, para el barrio de la Almedina y sus alrededores. El éxito de los bares estaba ligado directamente a los soldados. Quién no recuerda la montonera que se formaba en el bar Casa Juan cada vez que radio macuto informaba que ese día había caracoles. Los soldados llenaban las peluquerías cuando querían hacerse un recorte moderno, se dejaban media paga en los estancos y ocupaban los patios de butacas de los cines en la primera función de la tarde de los domingos.
En la calle Demóstenes, frente a la puerta de la Alcazaba, vivía una mujer, la señora Patrocinio, que se ganaba un sueldo todos los meses gracias a los soldados. Era modista y se encargaba de arreglarle los trajes a los militares. Su casa parecía la furrielería del cuartel.
Los niños del barrio vivíamos muy ligados a la vida del cuartel y los soldados formaban parte de nuestras fiestas y desfiles. Para nuestros ojos infantiles había dos clases de soldados: unos eran los que veíamos detrás de las tapias del recinto, y otros los que salían a la calle desfilando o dando un paseo. Los primeros, los que apuraban las mañanas dentro del cuartel, nos parecían desertores de una guerra lejana, con su aspecto desaliñado y un aire de funcionarios cansados de tanto perder el tiempo. Cuando esos mismos soldados cubiertos de aburrimiento se enfundaban el traje de gala y salían a desfilar, nos parecían completamente distintos. Los niños los seguíamos marcando el paso, creyendo que aquellos militares armados y relucientes venían de aquella guerra lejana que nos habían contado nuestros padres.
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