Era emocionante esperar a que pasara el cartero. Uno de los alicientes que teníamos los niños cuando no había colegio era el reencuentro con el cartero, que aunque no viviera en nuestro barrio era el personaje más conocido y en el que más confiaba la gente. Recuerdo al cartero leyéndole las cartas del hijo que estaba en Alemania a una madre que no sabía leer mientras ella no dejaba de llorar.
El cartero siempre nos traía noticias de alguien y cartas manuscritas en una época en la que los bancos no nos asediaban todavía con sus propagandas. Era emocionante ver aparecer al cartero por la otra esquina y correr a su encuentro para preguntarle si llevaba algo para tu casa. El cartero nos conocía como si fuéramos de la misma familia, nos había visto crecer y nos había traído esa primera carta de amor que todos recibimos en algún momento de nuestra adolescencia.
El amor epistolar era tan intenso como efímero. Aquella carta que esperábamos con devoción de aquella niña forastera que habíamos conocido en el último verano. Cuando llegabas del instituto y tu madre te decía con cara de sorpresa que había una carta para tí, quizá la primera de tu vida, el corazón se te escapaba entre los botones de la camisa y te faltaba tiempo para dejar los libros y buscar el rincón más escondido de la casa para leerla. Las cartas de amor tenían el sabor dulce de los primeros amores y ese regusto amargo que dejaba la distancia. Aquellas cartas escritas con una letra impecable, salpicadas de sentimientos eternos, corazones e iniciales, no duraban más de un año: el tiempo las iba enfriando, imponiendo su ley inexorable. El cartero pasaba con tanta puntualidad que cuando cruzaba por delante de nuestra puerta sabíamos la hora que era sin tener que mirar el reloj. Pasaba en los días más insoportables del calor, sudando a mares, con la camisa empapada y pidiendo a gritos una sombra para poder sentarse un minuto y quitarse el peso de aquella cartera de cuero que se hacía insoportable. Siempre había una vecina que le sacaba un vaso de agua fresca mientras le daba conversación.En los días de lluvia el cartero iba refugiado en aquel impermeable gris que en la distancia los confundía con guardias de asalto.
El cartero era el vínculo que nos comunicaba con el exterior, él nos traía las cartas llenas de besos y promesas de los novios; el sobre con las noticias del hermano que estaba cumpliendo el servicio militar en algún rincón lejano de España. La llegada del cartero era siempre una esperanza para todo el que esperaba recibir noticias de fuera y cuando pasaba sin dejarnos nada se nos quedaba un poso de tristeza descorazonador. En mi barrio, en aquellos primeros años setenta, los carteros traían todavía muchas cartas de los emigrantes que estaban en Cataluña y en el extranjero. Nos gustaban, sobre todo, los sobres que venían de Francia y de Alemania, adornados con aquellos sellos desconocidos que eran tan sugerentes para los niños.
A muchos nos atraía la posibilidad de ser carteros, a pesar de las caminatas y de la pesada cartero. Aunque entonces se decía que entrar a trabajar en Correos era una buena colocación, repartir era un trabajo muy duro. Todavía no existían los códigos postales y tenían que saberse de memoria las calles por las que trabajaban para hacer la clasificación diaria de la correspondencia, tarea que en el argot del gremio se conocía como “tirar las cartas”.
Los carteros de aquel tiempo todavía ganaban sueldos muy estrechos, por lo que eran muchos los que tenían que pluriemplearse buscándose una ocupación para las tardes. También tenían sus ratos de ocio, sus momentos de compartir las anécdotas y los disgustos del día con sus compañeros: era habitual que algunos días, al terminar la jornada, los funcionarios se juntaran en alguna de las bodegas de referencia de la época como la Reguladora, Casa Tebas o la Oficina, para tomarse unos chatos de vino.
Capulino, Paco Almansa, Andrés Cervantes, los hermanos de la Rosa, Juan Membrives, Antonio Amat, Ruescas, Illescas, Joaquín el músico, Pedro Llorente, Paco López, Aurelio Espin, Juan Abad, Antonio Mañas, fueron algunos de aquellos repartidores que formaron parte del paisaje de una época.
Los niños de entonces conocíamos al cartero, pero no al que iba debajo del uniforme, por lo que el día que veíamos a nuestro cartero vestido de paisano, en el fútbol o dando una vuelta por el Paseo, no lo reconocíamos si él no se identificaba.
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