Ni eran guardias ni eran jardineros, pero les colocaron un uniforme y les colgaron una porra a la cintura para que pusieran orden en medio de ese caos global que habitaba las calles y las plazas de Almería en los años 70, cuando el golferío se hizo fuerte en sus trincheras empujado por los vientos favorables de la Transición.
Los guarda jardines hubieran necesitado más armamento y más galones para evitar que se pisaran los jardines, que se profanaran las flores del Parque o que la gente se duchara en los estanques y en las fuentes cuando regresaba de la playa. Ellos lo intentaban, ponían todo el ardor guerrero que les quedaba, pero casi siempre se veían impotentes para frenar el vandalismo.
Los guarda jardines no tenían la autoridad de un policía ni tampoco los conocimientos de un jardinero profesional. Eran una mezcla entre guardias sin vocación, jardineros sin experiencia y músicos, obligados a perseguir sin más arma que una triste porra a los gamberros que no respetaban las zonas verdes de la ciudad. Eran unos funcionarios sacados de contexto: había uno, que era músico de vocación y de oficio, que completaba su sueldo vigilando los jardines, y otro sin más fe que la de su profesión de guarda, que echaba horas extras llevando el bombo, los platillos y las partituras de la Banda Municipal.
Eran los guardas jardines de los años setenta, cuatro empleados del ayuntamiento que se repartían dos turnos diarios haciendo guardia en pareja. Apenas tenían medios, no manejaban armas, ni tampoco conducían coches ni ciclomotores, iban siempre a pie, intentando que se cumpliera la ley en las plazas y parques de Almería.
Aunque a veces hacían su cometido con profesionalidad y sin contemplaciones, no tenían ese toque de mala leche de los municipales de entonces. Tenían un punto en común, su obsesión por los balones. Parece que olían cuando los niños organizábamos un partido de fútbol en la Plaza de la Catedral y aprovechaban el menor descuido para llegar sigilosos y quitarnos la pelota. Siempre estaban alerta, esperando que algún atrevido se subiera en los cañones de la Plaza Vieja, acto que estaba completamente prohibido, como subirse a los árboles o saltarse las verja de un jardín para coger una flor. Porque hubo una época en la que se puso de moda trepar por las ramas como orangutanes, bien por el puro placer de rozar el cielo o simplemente porque estaba prohibido y era toda una aventura.
Había quien se subía a los árboles de la Rambla para coger las hojas de mora en primavera, tan necesarias para darles de comer a los gusanos de seda, y quien lo hacía para arrancar esa parte de las ramas con la que los niños se construían los temibles tirachinas.
Los guardas jardines frecuentaban el Parque y el puerto, ahuyentaban a las parejas que iban a pegarse el lote, y cuidaban el buen estado de los columpios que a finales de los años sesenta pusieron cerca de la fuente de los Peces, en un recinto que el ayuntamiento, en un alarde de imaginación, bautizó como Parque Infantil.
Aquellos vigilantes sin convicción se ganaban el sueldo con creces, lidiando con los más golfos de cada barrio. Cuántas veces se vieron impotentes ante una pandilla de malvados que no sólo les hacía frente sin ningún miedo, sino que se atrevían a faltarle el respeto, insultándolos o cantándoles alguna canción peyorativa.
Aquellos polizontes sin autoridad, a fuerza de ser siempre los mismos, eran para nosotros como unos vecinos más del barrio que se pasaban los días amenazando con llevarse la pelota y ponernos una multa en el cuartelillo. Se hicieron tan familiares que tenían hasta sus propios motes.
El más célebre era sin duda el ‘Mediolitro’, un personaje conocido por varias generaciones de profanadores de jardines, que se ganó el apodo por los buenos ratos que el hombre echaba en la bodega del Montenegro aprovechando los descansos. Le gustaba tomarse un par de vasos de vino blanco, pero como a los niños les sobraba la mala leche y la crueldad, le colgaron ese exagerado mote de por vida. A los guardas jardines de la Transición habría que hacerles un monumento por lo mucho que tuvieron que soportar tratando de imponer su ley de andar por casa y también, seguramente, por lo mal pagados que estaban.
Por mucho que se enfadaran, por graves que fueran sus amenazas, los niños de entonces nunca llegamos a temerles de verdad porque les faltaban cualidades para imponer la ley y un punto de mala leche.
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