Andanzas de un huérfano del Hogar

Juan Portillo se quedó huérfano en la guerra, cuando solo tenía cuatro años de edad

Juan Portillo haciendo alarde de su puntería en una noche de Feria con la clásica escopetilla de perdigones.
Juan Portillo haciendo alarde de su puntería en una noche de Feria con la clásica escopetilla de perdigones.
Eduardo de Vicente
00:18 • 18 ago. 2023

De su padre sólo le quedó el recuerdo de una vieja foto de juventud, cuando cargaba bidones de combustible en las instalaciones de la Campsa, en el Puerto de Almería. De su madre no conserva fotografía alguna, sólo la vaga imagen de una mujer joven a la que la tuberculosis le fue apagando los pulmones en una fría cama del Hospital. Era el año 36, el año de la guerra, el año de una tragedia personal que marcó su vida y lo dejó huérfano, junto a sus dos hermanos, en casa de una tía sin recursos para poder darles de comer.



Vivían en la calle Magaña, en el corazón del Barrio Alto, a unos metros de la Plaza de Béjar, muy cerca del refugio donde pasaban las noches cada vez que había riesgo de bombas. 



Cuando se acabó el miedo por las bombas llegó el miedo al hambre, que era más duro que el primero porque duraba días y noches y no daba tregua. Juan Portillo se acostaba pensando en una sartén de patatas fritas y se levantaba soñando con una olla de potaje. Si se  comían un trozo de pan duro y un boniato, o cogían algarrobas de los árboles, ese día era una fiesta. En la casa de la tía de Juan Portillo no había sitio para tantos, así que un día él y sus hermanos tuvieron que marcharse para poder sobrevivir.



En 1940 ingresó en el Hogar ‘Alejandro Salazar’, un centro de acogida de niños bajo la tutela de Auxilio Social. Estaba situado en la Cuesta de los Callejones y formaba parte de una hermosa finca que había pertenecido a la familia Torre-Marín antes de que la adquiriera Falange. 



El Hogar era un centro educativo con cuatro clases y cuatro maestros, que funcionaba bajo una rigurosa disciplina. Juan Portillo, que destacaba  por su permanente inquietud, por su condición de eterno sublevado, tuvo que padecer más de un castigo por saltarse las normas y hasta por fugarse. A él no le gustaban las horas de colegio y le aburrían las explicaciones. Su momento de felicidad era cuando el profesor Alfredo Molina le daba clases de música y cuando con la banda de cornetas y tambores y las Centurias del Hogar ‘Alejandro Salazar’, salía de gira para ir a tocar en las procesiones de los pueblos cercanos o a alguna fiesta de barrio de Almería.



Por las tardes, los niños salían a jugar al fútbol a un humilde descampado que en 1945 se amplió hasta convertirse en un campo de fútbol reglamentario. Doscientas almas entre siete y catorce años, corriendo, dando gritos, pateando balones de trapo; doscientos niños sedientos que mitigaban la sed y el hambre con el agua de la balsa.



También había que esquivar las enfermedades y aquel mal endémico de esta tierra que afectaba a los ojos y podía causar la ceguera. En 1943, varios internos se vieron afectados por esta enfermedad y a pesar de los lavados con agua caliente y las gotas que las enfermeras les echaban en los ojos, la bacteria se fue haciendo fuerte, afectando a treinta niños que tuvieron que ser trasladados al Hogar Infantil Bermúdez de Castro, en Granada, donde contaban con nuevos adelantos. 



Juan Portillo llegó a Granada con los ojos malheridos por el tracoma y se marchó con un problema añadido, el de la tiña, una enfermedad que le contagiaron en el centro, marcando su físico de por vida. Desde entonces, fue perdiendo el pelo y para tapar las lesiones del cuero cabelludo y su incipiente calvicie, incorporó a su indumentaria una boina que formó parte de su cuerpo para siempre. 


Mal herido en el alma por la maldita tiña que le devoraba el pelo, Juan Portillo decidió fugarse del Hogar de Granada junto a dos internos. Vestidos con el mono azul, consiguieron llegar hasta la Estación de Moreda, donde se embarcaron de polizones en un vagón de tercera que les llevó hasta Baeza. Allí, un obrero de Renfe los descubrió y los entregó a la policía. 


Su aventura terminó en el calabozo del cuartel de la Guardia Civil de Linares y posteriormente en el Reformatorio de Almería, en el Barrio Alto, donde estuvo dos semanas aguantando el estricto régimen disciplinario del centro y comiendo gachas a todas las horas del día. Como no era un muchacho conflictivo, pronto regresó al Hogar de la Cuesta de los Callejones, donde le dieron su primer empleo antes de cumplir los doce años. 


Su trabajo consistía en ir a Almería con un carro y una burra, recorriendo los hogares infantiles para recoger los desperdicios que generaban los comedores, sobras que servían de alimento a los chiros que criaban en los corrales de ‘el Canario’. Juan Portillo tenía también su bicicleta. Era el único interno que disfrutaba de tal privilegio y solía utilizar el vehículo en beneficio propio. Su negocio consistía en dejarle la bici a los compañeros a cambio de la ración de pan del almuerzo: por dos vueltas les cobraban una rebanada de pan.


Una mañana, cuando iba de camino hacia los hogares para recoger los desperdicios, dejó el carro en la Rambla y entró a pedir trabajo en la fragua de Salvador Morales, en la calle de Murcia. Allí estuvo seis meses, hasta que le ofrecieron la oportunidad de aprender el oficio de mecánico en el garaje Sevilla, el lugar en el que descubrió que su verdadera vocación eran los motores. Del ‘Sevilla’ pasó al garaje Cataluña y por último, al garaje de Trino, en las Almadrabillas



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