La Feria y su vestido de domingo

La Feria tenía la capacidad de cambiarnos nuestros paisajes cotidianos: el Paseo, el puerto...

Gymkana en la explanada del puerto en la Feria de 1960. Era uno de los grandes escenarios de la ciudad.
Gymkana en la explanada del puerto en la Feria de 1960. Era uno de los grandes escenarios de la ciudad.
Eduardo de Vicente
00:54 • 25 ago. 2023

La Feria nos cambiaba nuestros paisajes cotidianos y nos llenaba de luces de colores aquellos anocheceres de agosto cuando todo ocurría entre la Puerta de Purchena y el mar. La Feria era una explosión de bombillas, un derroche de alegría pasajero que se apagaba de manera súbita después del último petardo de la traca. Al día siguiente, los últimos ecos de la Feria se fugaban mezclados con los primeros vientos de septiembre que como un heraldo venían a anunciarnos que la fiesta se había terminado, que otro curso estaba al caer.



La Feria era un traje de domingo para la ciudad, el maquillaje perfecto, la coartada para olvidar las penas al menos durante diez días. Lo que más me gustaba de la Feria era ese poder de transformación que tenía: unos cuantos puestos ambulantes, la iluminación extraordinaria y el sonido de la fiesta, cambiaban no solo el rostro de las principales avenidas, sino también les cambiaba el alma.



Recuerdo la sensación de felicidad que nos invadía a los niños cuando bajábamos por el Paseo y empezábamos a escuchar a los lejos las voces de la tómbola que anunciaban los premios soñados: el juego de sartenes, el balón de reglamento, la muñeca que movía los brazos y las piernas, y hasta el coche de verdad, aquel Seat 600 que nunca le tocaba a nadie. Aquella Feria aún conservaba un aire pueblerino que la hacía más acogedora y ese ramillete de olores que empezaba en el puesto ambulante del algodón dulce por el que todos pasábamos al menos una noche, y terminaba en la barra de los bocadillos de morcilla de los Díaz, a la que acudíamos religiosamente. 



La Feria olía a colonia barata, a niños recién bañados, a las flores con las que las vendedoras se instalaban en el Paseo, a las boñigas que dejaban los coches de caballos, a los excrementos de las fieras del circo, al vino de los Maños y sobre todo, por encima de cualquier otro perfume, la Feria de Almería olía a mar.



El mar era nuestro telón de fondo. Pocas ciudades podían presumir de tener el mar tan metido en nuestro paisaje como lo teníamos nosotros en los días de Feria. Cuando te subías a la noria y llegabas al punto más alto, tenías la sensación de que el aliento del mar te estaba rozando, como si una niebla invisible salida de lo más profundo del océano te llenara cada poro de tu piel.



Era la Feria que utilizaba el puerto como un gran escenario donde todo el mundo tenía su sitio. Allí se celebraban las travesías a nado, las pruebas de las cucañas, cuando los adolescentes se jugaban el tipo por un billete de veinte duros; allí se organizaban partidos de baloncesto y hasta donde los muchachos se pavoneaban a base de fuerza y habilidad delante de las niñas que asistían al espectáculo.



Era la Feria del Parque, del Paseo, de la Plaza Vieja, de la Puerta de Purchena y de la Rambla. Una feria sencilla, llena de inocencia, donde aún no se había perdido aquella pureza de fiesta de pueblo que te iba envolviendo en su nube de algodón. Entonces teníamos la certeza de que todos estábamos en la feria y que tarde o temprano nos cruzaríamos con la niña que nos gustaba o tal vez con algún familiar que nos cazara haciendo alguna golfería o dándole una calada a un cigarro. La Feria era tan pequeña, tan recogida, tan de andar por casa, que todos nos encontrábamos aunque fuera sin querer



La Feria nos revolvía los  cajones del alma, nos trastocaba los relojes y nos llenaba de emociones constantes llenas de estrenos: la primera vez que fuimos al circo y vimos de verdad un león; la tarde en que entramos a ver a la mujer barbuda y descubrimos que nos estaban engañando y aquella noche que nos atrevimos a subirnos a la noria, que entonces era el paradigma del riesgo, cuando sentíamos ese doble vértigo de ver toda la ciudad desde las alturas y tener la sensación de que nos íbamos a caer al agua.


Era la Feria del toro de fuego que se lidiaba en el Paseo y que terminaba en la fuente de la Puerta de Purchena, donde al lavarnos los ojos nos encontrábamos cara a cara con la cruda realidad que nos decía que el verano había terminado.


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