La rambla de Maromeros es la Rambla de la Chanca, bautizada después con el nombre de Avenida del Mar cuando el progreso la urbanizó y suavizó sus crecidas. La vieja rambla y sus habitantes han vivido siempre pendiente del sonido del barranco del Caballar, por donde llegaron tantas catástrofes.
Cuentan los viejos que cuando llovía y el barranco se desbocaba, arrastrando piedras y tierra desde las montañas próximas, el sonido profundo y aterrador que producía, como si saliera de las mismas entrañas de la tierra, se podía escuchar diez minutos antes de que las aguas llegaran al barrio de La Chanca. Este ruido salvó muchas vidas en los tiempos de grandes riadas, ya que se convertía en un aviso para las gentes que habitaban los vaciaderos de las zonas bajas de la rambla.
Las cuevas de la ladera del cerro eran más seguras que los peligrosos vaciaderos que la pobreza había ido convirtiendo en cuevas desde tiempo inmemorial. Eran agujeros fabricados por la mano del hombre, madrigueras que habían sido construidas sobre terrenos de aluvión forjados entre las ruinas de antiguas edificaciones árabes y los sedimentos que las lluvias habían ido depositando en la cuenca.
A comienzos del siglo pasado, estos vaciaderos estaban habitados por familias pobres que no tenían recursos económicos para alquilar una vivienda, por lo que terminaban recurriendo al primitivo procedimiento de practicar un hueco en la tierra, que cerraban con una improvisada puerta. “Contienen los desprendimientos de tan deleznable terreno con lechadas de yeso que constantemente han de reponer para que no se produzca el hundimiento total”, escribió el arquitecto municipal, Enrique López Rull, en un informe que remitió al ayuntamiento en el invierno de 1915.
López Rull visitó las cuevas de la rambla de Maromeros el 28 de enero de 1915, un día después de que varios vaciaderos se hundieran y muchas familias se quedaran a la intemperie. Las lluvias habían ido recalando el permeable terreno y sobre las casuchas mojadas vino a golpear el fuerte temporal de viento que en aquellos días azotó la ciudad, dejando sin luz los barrios y produciendo desprendimiento de rocas y movimientos de tierra.
El derrumbe, provocado también por el desprendimiento de una roca gigante del cerro conocido por las Cuevas de Callejón, no causó ningún muerto al producirse a media mañana, cuando todos los habitantes de dichos vaciaderos se encontraban fuera, buscando el pan del día. El caso más grave fue el del vecino Matías Moya Murcia, que se quedó sepultado bajo los escombros, y al que todo el mundo daba por muerto debido a la cantidad de tierra que lo había enterrado y a su avanzada edad, 102 años.
Cuando los empleados municipales quitaron los escombros, el viejo apareció como un muerto viviente entre las ruinas, con los ojos abiertos y llenos de espanto, con la cara hecha un esperpento por causa del barro que la cubría y moviendo las manos de forma desesperada; el hallazgo causó tal impresión entre los cientos de vecinos y curiosos que asistían al rescate, que el acontecimiento fue considerado como un milagro y el anciano fue venerado como un dios en el barrio, donde desde entonces fue bautizado con el apodo del ‘resucitado’ y como ‘el hombre de las siete vidas’.
Nadie entendía como había soportado, durante horas, bajo la tierra, ni como aquel prodigio de la naturaleza había superado el siglo de vida viviendo en extremas condiciones, durmiendo en un agujero y sin más sustento que el pescado que recogía de las sobras de los barcos.
El arquitecto municipal ordenó de inmediato la destrucción total de las cuevas construidas en los vaciaderos, así como la de las casuchas que existían adosadas a los mismos. El ayuntamiento acordó además indemnizar a cada una de las familias afectadas con veinticinco pesetas para que pudieran encontrar un albergue digno.
Ni el informe de Enrique López Rull ni las medidas adoptadas por las autoridades municipales arreglaron el problema. La mayoría de las familias afectadas siguieron habitando aquellos agujeros inmundos, ya que como argumentaron los vecinos Tomás Villar y Margarita Rodríguez “por esa cantidad que nos da el ayuntamiento no podemos salir de las cuevas que son de nuestra propiedad, y que nos han costado mayor cantidad que la que nos ofrecen ahora”.
Matías Moya y su mujer, otra anciana que rondaba los cien años, sí aceptaron los cinco duros del ayuntamiento. Parte del dinero lo emplearon para alquilar uno de los viejos torreones árabes de la rambla de Maromeros, que en aquellos años de irremediable miseria se convirtieron en refugios para la población.
El viejo resucitado sobrevivió tres años más y llegó a cumplir los 105 años. Desde su milagrosa aparición debajo de los escombros, no volvió a faltarle el alimento porque las autoridades le proporcionaron un abono de por vida de la Tienda Asilo y la gente del barrio le llevaba la comida y el agua hasta la puerta del baluarte, donde el bueno de Matías pasó los últimos años de su vida contando su historia toda la vecindad.
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