La señora Ángeles era tan conocida y tan querida en Felix como su marido, el médico don Valeriano. Llegó a calar tanto en la vecindad que todo el pueblo le lloró el día de su muerte.
La suya fue una historia de amor que comenzó en 1908, cuando cuatro años después de terminar la carrera de Medicina y de empezar a ejercer su profesión por Enix, Felix y Vícar, don Valeriano Baeza contrajo matrimonio con Angelita Llorca Busquets, diez años más joven que él. Para ella no tuvo que ser una decisión fácil la boda con el médico. Además de la diferencia de edad, venían de universos completamente distintos. Valeriano vivía en su mundo cerrado de médico de pueblo en una provincia aislada como era la de Almería a comienzos del siglo pasado. Angelita llegaba de Valencia, donde se había criado en un casa lujosa con todas las comodidades que le ofrecía una gran capital, donde dos años antes había ganado un concurso de belleza.
Cuando se instaló en su casa de Felix necesitó tiempo para acostumbrarse a vivir en una sociedad anclada en antiguas tradiciones y a un pueblo con formas de vida remotas, sin agua potable en las casas ni luz en las calles.
A pesar de las diferencias, la mujer del médico fue adaptándose a su nuevo vida y tuvo un recibimiento caluroso por parte de sus vecinos. A las pocas semanas de la boda, durante las fiestas de Carnaval, los mozos le sacaron una coplilla que decía: “A doña Angelita la felicitamos por su casamiento con don Valeriano/Y le deseamos con felicidades de verdad/que para el año que viene tenga sucesores en el Carnaval”.
Ni el doctor ni su mujer perdieron el tiempo. Ella tuvo dieciséis embarazos, aunque sólo sobrevivieron siete hijos. Fueron tiempos felices hasta que estalló la guerra civil. Como no había dinero, el médico dejó de cobrar y le pagaban los servicios con patatas, huevos, leche y verdura, por lo que nunca le faltó comida en su casa. A pesar de las estrecheces, Angelita no dejó de derrochar su innata generosidad que le hizo célebre en el pueblo. Si alguien llegaba descalzo a la consulta, ella mandaba a la criada a la tienda a por unas alpargatas fiadas para regalárselas. Compartía todo lo que tenía con los pobres, lo que le originó más de una discusión con su marido.
Una de las anécdotas familiares de aquellos años de la guerra, que siempre recordaban el doctor y su esposa, fue la que les ocurrió con el capitán del acorazado ‘Jaime I’. El militar republicano se llamaba Valentín Fuentes. Durante los meses que el barco estuvo atracado en el puerto de Almería, el capitán solicitó el diagnóstico de los médicos más importantes de la ciudad para que intentaran curar su enfermedad, una tuberculosis ósea que le causaba grandes molestias. Una mañana se presentaron ante la puerta de la casa de Valeriano Baeza tres camiones militares y un gran coche del que bajó el capitán. Cuando estuvo delante del médico le dijo: “Don Valeriano, soy Valentín Fuentes, capitán del Jaime I, ya que usted no ha ido a visitarme, vengo yo”. Como su profesión lo obligaba a no hacer distinciones entre enfermos de izquierdas o de derechas, Valeriano Baeza no tomó partido por ningún bando en la guerra, por lo que sobrevivió sin problemas en los años de contienda y en la dura posguerra.
Pero la tragedia lo esperaba unos meses después. En 1940 sufrió uno de los golpes más duros de su vida, la pérdida de su mujer. El último parto le había dejado como secuela una hernia de la que no pudo recuperarse y años después desencadenó su muerte. Fue un día de luto general en el pueblo, una jornada que pasó a la historia. El de Angelita Llorca Busquets fue el primer cadáver que entró en la iglesia de Felix, en una tiempos en los que los difuntos eran trasladados directamente desde sus domicilios al cementerio. El pueblo entero hizo cola para llevar su féretro, las labores del campo se detuvieron y fue tan grande la consternación que hasta los pájaros guardaron luto aquel día.
En los años de soledad, Valeriano Baeza siempre tuvo el consuelo de sus hijos y el apoyo del pueblo que supo arroparlo. En las tardes de verano, la gente solía concentrarse delante de su casa. Acudían con sillas como para asistir a un espectáculo, y así era; el médico abría de par en par el balcón del salón y dejaba salir hacia la plaza el sonido del aparato de radio que le habían traído del extranjero.
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