Durante años, la puerta de la iglesia de Santo Domingo mostraba las huellas que había dejado la guerra. El deterioro de la fachada, la destrucción del pórtico principal que había sido arrasado por el fuego y las montañas de piedras de cantería que se fueron acumulando en la explanada mientras duraron las obras, le daban al lugar un aire desolador. Parecía un paisaje devastado, lo que queda ba después de una batalla, un páramo de tierra donde los niños y los adolescentes de aquel tiempo organizaban sus partidos de fútbol cuando por las tardes cesaban los trabajos y los obreros y el tránsito de los carros se iban a descansar.
La chiquillería, con sus juegos, llenaba de vida aquel territorio tan golpeado por los tres años de guerra, que resucitaba cada mañana cuando llegaban los alumnos del Instituto que ocupaban el edificio contiguo al templo.
La presencia del centro de enseñanza y la fuerza que tenía la Plaza de Santo Domingo como centro de reunión, propiciaba la presencia continua de los vendedores ambulantes, que formaron parte de aquel paisaje durante años. Allí se plantaba cuando llegaba el buen tiempo el hombre de los helados con su carrillo rudimentario y en los inviernos montaban su puesto el vendedor de la cañaduz y el de los frutos secos. El río de la vida no cesaba, mientras que el templo trataba de recuperar su pulso tras el golpe sufrido, con unos trabajos de reconstrucción que estuvieron marcados siempre por la escasez de fondos.
Fue en septiembre de 1939 cuando el Padre Ballarín inició en solitario su campaña de captación de voluntades para acometer el primer paso en la tarea de reconstrucción del templo de Santo Domingo. Para que los albañiles, los canteros y los tallistas pudieran empezar su trabajo, había que proceder antes al desescombro de las naves, a quitar la montaña de piedras calcinadas, escombros y basura que se apiñaban en el recinto. Ballarín se fue a la radio y al periódico para solicitar la ayuda de manos voluntarias dispuestas a trabajar, de forma altruista, “para adecentar la casa de nuestra Patrona”, decía en su mensaje.
Solicitó también la colaboración del gremio de carreros para que prestaran sus vehículos y a los dueños de camionetas para facilitar el transporte de los escombros al lugar designado por el Ayuntamiento para que sirviera de vertedero.La primera cita fue el lunes 18 de septiembre a las seis de la mañana, muy temprano, para que los almerienses que acudieran a su llamada pudieran estar libres a las ocho para marcharse a sus trabajos.
Aquella mañana, Ballarín abrió la puerta del templo arropado por un grupo de diez personas, escaso para el volumen de trabajo que había dentro del templo. A pesar de la descorazonada respuesta de los fieles, los allí presentes se pusieron a trabajar llenando espuertas y transportándolas, en carros de mulas, hasta los descampados de la Huerta de Jaruga. Al día siguiente, a las seis de la mañana, se presentaron en la puerta del templo un grupo de jóvenes, de la congregación de los Luises, y algunos empresarios importantes de la ciudad, formando un grupo de medio centenar de personas que se pusieron manos a las obra. Había días en los que faltaban espuertas y palas para hacer los trabajos, entonces era el propio Padre Ballarín el que iba por los almacenes de la ciudad exigiendo ayuda como el que pide una limosna para comer.
Otras veces, mientras que los hombres cargaban el lastre, el Capellán se iba a la panadería de la calle Conde Ofalia y pedía fiao varios kilos de pan para que a las ocho de la mañana, cuando cesaban los trabajos, aquellos obreros pudieran echarse algo a la boca.
A los voluntarios que participaron durante siete largas semanas en el desescombro del templo, la historia los bautizó con el nombre de ‘La Brigada del Amanecer’, y se llegó a contar, mitificando aquel momento, que fueron cientos de almerienses los que se dejaron allí el alma por amor a su Patrona, cuando en realidad no fueron más de cincuenta los que de verdad estuvieron trabajando mano a mano con el Prior, un día tras otro.
Hasta 1941 no pudieron empezar de verdad las obras de reconstrucción debido a la falta de presupuesto. En esos meses, Ramón Ballarín no cesó en su labor de buscar ayudas, de ir casa por casa pidiendo la colaboración de los fieles. “Hazte mensajero de la Patrona”, les decía, y desde su tribuna en el Yugo y en las ondas de Radio Almería, lanzaba a diario sus ‘Cuartillas’, donde les iba contando a los almerienses cómo iban las obras, los muchos obstáculos que le salían al paso y la necesidad de que cada vecino se volcara con su Patrona, aunque sólo fuera adquiriendo una de las humildes estampas que el fraile llevaba siempre en el bolsillo del hábito.
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