Recuerdo que los hombres de mi infancia no se dejaban influenciar demasiado por las modas, que era una tendencia más propia de adolescentes. A comienzos de los años 70, un hombre de cuarenta años de edad nos parecía viejo tal vez porque ya no se ponía los pantalones vaqueros ni se preocupaba por las novedades de los escaparates y había entrado a formar parte de esa cofradía de señores casados, padres de familia, que habían dejado de preocuparse por asuntos estéticos. Demasiadas preocupaciones tenían encima, demasiado trabajo tenían con sacar sus casas adelante, como para estar todo el día mirándose al espejo.
Recuerdo que existía una vestimenta que se convirtió en indumentaria oficial de los hombres maduros en los meses de verano. Mi padre la llevaba, mis tíos la llevaban y también los padres de mis amigos y los vecinos de mi barrio. Mientras que los muchachos presumíamos con nuestro Fred Perry entallado, con el Lacoste de la Sirena y con el pantalón vaquero Alton, los hombres maduros no cambiaban de un verano a otro, como si formaran parte de un mismo colegio: su camisa clara con aires de guayabera rematada con amplios bolsillos y sus pantalones anchos de algodón de tonos suaves para no llamar demasiado la atención. Debajo de las camisas, bien pegadas al cuerpo, solían llevar una de aquellas camisetas blancas sin mangas que llamábamos de sport, que según decía mi madre se utilizaba para que el sudor no mojara las camisas.
También formaba parte de la indumentaria de los hombres maduros esa combinación de dudosa belleza entre la sandalia clásica de cuero oscuro de toda la vida con los calcetinillos de color blanco. La moda de las sandalias con los calcetines claros, que hoy produciría risa en algunos y consternación en los profesionales de la estética, estaba presente en nuestras calles todos los veranos. Gafas de sol oscuras, camiseta guayabera, pantalón de algodón ancho, sandalias con calcetines y las manos en los bolsillos salvo que estuviera fumando, era la estampa típica del hombre de mediana edad que nos podíamos encontrar en cualquier mañana del mes de julio dando la vuelta reglamentaria por el Paseo.
Como estábamos tan acostumbrados a esa imagen, no nos alarmábamos ni la considerábamos hortera ni nada parecido. Sin embargo, sí nos producía cierto estupor cuando aparecían los extranjeros y a las sandalias con calcetines le añadían un toque completamente irreverente: el pantalón corto. Si a la sandalias con calcetines le sumaban el pantalón corto nos parecían fantoches y los muchachos los mirábamos con un toque de guasa diciendo: “De dónde habrán salidos éstos”.
La moda de aquellos años setenta también nos trajo los zapatos de hombre con plataforma, que nos elevaban cuatro dedos del suelo como si fuéramos subidos en un andamio. Vaya pinta: los zapatos de tacón, a veces de colores llamativos, y el pantaloncillo de campana ajustado, marcando paquete de forma reglamentaria.
Los pantalones de campana fueron una gran revolución y llegaron a todos los barrios de Almería como la segunda gran prenda de moda que vino de la mano de la televisión después de la minifalda. Técnicamente se le conocía como pantalón de pata de elefante, ancho en la caída sobre el pie, estrecho sobre la cintura, y fue la gran revolución del vestir para la juventud de la década de los setenta.
Era una prenda asequible para todos los bolsillos, que llegó con un aire rompedor, a medio camino entre roquera y psicodélica, abierta a cualquier color por atrevido que pareciera. En aquellos años de furor, se estableció en e l Paseo el empresario José María Zapata con una tienda innovadora que bautizó con el sugerente nombre de ‘Los diez mil pantalones’. El local estaba adornado con colores llamativos y una moto de gran cilindrada presidía la entrada, reclamando la atención de los clientes más jóvenes.
Hay una estampa muy común que definía a los muchachos de aquella época: su pantalón de campana reglamentario, su jersey ceñido o su camisa también estrecha y abierta en el pecho, el paquetillo de Ducados bien adosado a la cintura y el peine de plástico metido en el bolsillo de atrás, junto a la cartera, para no descuidar la melena que tanto éxito tenía entre las jóvenes.
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