Han pasado cien años, pero la incertidumbre del clima sigue dándonos los mismos quebraderos de cabeza que hace un siglo. En septiembre de 1923 la sequía había hecho mucho daño en la agricultura y los hombres del campo se levantaban mirando al cielo a ver si llegaban las ansiadas primeras lluvias de la temporada que sirvieran al menos para llenar otra vez las balsas y que el agua corriera con vida por las acequias.
Entre las preocupaciones de los almerienses de hace un siglo estaba la sequía y la faena de la uva que ya había comenzado su actividad frenética en toda la provincia. Septiembre marcaba el pistoletazo de salida y en las barrilerías se trabaja hasta de noche para tener a punto los envases para que el preciado fruto pudiera llegar hasta América.
A finales de agosto, el consulado americano había vuelto a abrir temporalmente, instalando sus oficinas en uno de los salones del Hotel Simón, en el corazón del Paseo. El mercado de ultramar era fundamental para nuestra economía, que vivía con el alma en vilo cada vez que desde Norteamérica llegaban rumores sobre la posibilidad de impedir la entrada en sus puertos de nuestra uva por culpa de las plagas. De hecho, al año siguiente, en 1924, el Gobernador Civil, Santiago Zumel Ruiz, tuvo que emitir un bando en el que ordenaba a todos los parraleros de la provincia a talar los árboles afectados por la invasión del temido insecto ‘Ceratitis Capitata’, más conocido como la mosca mediterránea. La medida fue un golpe duro para muchos parraleros debido a las estrictas normas que obligaban a ‘inutilizar’ hectáreas de plantaciones en las que sólo se habían detectado algunos casos aislados de este insecto.
El Gobierno Civil justificó la medida como la única solución para poder salvar ese año la campaña uvera, pero la sociedad almeriense nunca entendió la mano dura con que se emplearon las autoridades a la hora de la lucha contra la plaga, considerando que era una exageración, una salida desmedida para contentar a gobiernos extranjeros, sobre todo al de Estados Unidos, que había anunciado el boicot a la uva de Almería.
En septiembre de 1923 los almerienses vivían pendientes de la faena uvera, como todos los veranos, y también de las obras del edificio de la Escuela de Artes y Oficios que se esperaban como agua de mayo no solo por el beneficio que este nuevo centro de enseñanza iba a aportar a la ciudad, sino también porque las obras ocuparían a un buen número de obreros en paro.
En el mes de febrero de 1923 Instrucción Pública había asignado la cantidad de cien mil pesetas para el inicio de los primeros pasos hacia las ansiadas obras de construcción. “Más de una década venimos luchando para conseguir que se edifique la nueva Escuela de Artes, pero trámites burocráticos han ido aplazando esta mejora, aplazamientos que iban borrando las esperanzas”, contaba la prensa del día.
Por fin, el 21 de julio de 1923, el Alcalde hizo entrega de la llave del edificio de Mac-Murray al arquitecto del ramo de Instrucción Pública, señor Rogi, para iniciar la demolición del almacén y la construcción de la Escuela de Artes. “Mentira nos parece que va a ser un hecho la construcción del edificio”, decía La Crónica Meridional.
Septiembre de 1923 fue también el mes de los autobuses, cuando entraron en funcionamiento los servicios que unían los barrios más alejados de la capital. El primer autobús que empezó a hacer su recorrido fue el que unía el Barrio Alto con la Puerta de Purchena, al precio de diez céntimos el billete. La carrera entre la Puerta de Puerta de Purchena y el barrio de Pescadería costaba cinco céntimos más.
En aquellos días, hace ahora cien años, las autoridades batallaban para que se aumentara el número de correos marítimos que unían nuestra capital con el puerto de Melilla. Dos barcos cubrían el servicio, uno de ida y otro de vuelta, cuando el tráfico de pasajeros y el comercial exigía al menos doblar el número de barcos que cubrían esta ruta fundamental con el norte de África.
Septiembre era todavía verano y el balneario Diana seguía manteniendo abiertas sus instalaciones para esos bañistas postreros que llegaban de los pueblos siguiendo las recomendaciones de los médicos, que aseguraban que los baños de septiembre tenían grandes propiedades terapéuticas, que despertaban el apetito y aumentaban las defensas naturales del organismo.
En septiembre comenzaba la temporada del Teatro Cervantes, que para el curso de 1923 trajo un espectáculo de variedades donde lo mismo aparecía en escena una coplista que un malabarista o un saltimbanqui jugándose el tipo.
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