Teníamos en el equipo a Florencio Amarilla, que había sido internacional en su país, pero nadie pudo evitar el desastre y en un par de temporadas el Almería pasó de rozar el ascenso a Segunda a la forma más cruel de desaparecer, la retirada. En abril de 1969 el histórico C.D. Almería, que tantos días de gloria le había dado a la afición, tuvo que marcharse porque en las arcas del club no quedaba dinero ni para ir a Adra ni había nadie dispuesto a adelantar la cantidad que hacía falta para poder llegar al menos al final de la temporada.
El 11 de abril de 1969, el Almería hizo oficial su retirada de la competición, protagonizando un capítulo más en la larga lista de fracasos del fútbol local, tan marcado por la incertidumbre y la provisionalidad, siempre dependiendo del empresario o del político que viniera dispuesto a dejarse la piel y de paso un trozo de su patrimonio.
En aquel Almería que desapareció su gran figura era sin duda Amarilla, ídolo de la afición. Amarilla fue el futbolista de mis primeros recuerdos, cuando mi padre me llevaba al estadio cogido de la mano. Aún no tenía edad de emocionarme con el fútbol ni de entender el juego, pero se me quedó grabado en la memoria el grito a coro de cientos de aficionados almerienses que en el viejo estadio de Los Cármenes cantaban victoriosos el nombre de Amarilla, apoyándose en la música de una conocida canción de los Beatles: “Amarilla, el submarino es, Amarilla es, Amarilla es”.
Amarilla era un tipo con aire crepuscular: tímido, solitario, con esa pinta de indio derrotado que veíamos en las películas del Oeste. Sus piernas arqueadas iban contando la historia de futbolista errante que un día había dejado su América profunda para buscar Eldorado en Europa.
Cuando en septiembre de 1967 fichó por el Club Deportivo Almería, Amarilla era un jugador en retirada que buscaba un rincón apacible donde echar el ancla tras una larga carrera. Representaba el final de una época, era el último eslabón de una generación de futbolistas paraguayos que habían tocado el cielo veinte años antes en el Mundial de Suecia, aunque ninguno había ganado dinero suficiente ni el prestigio necesario como para poder vivir de las rentas.
Su llegada al Almería fue una sorpresa, algo así como el fichaje de última hora en un club que como le ocurría a Amarilla, también estaba asistiendo al final de una época. Coincidieron varios mundos en decadencia: el fútbol romántico y técnico de los años cincuenta que se extinguía dando todavía sus últimos coletazos, y el fútbol moderno que en los sesenta se fue imponiendo en Europa, alentado por los nuevos adelantos en la preparación física y en cuestiones tácticas.
Amarilla tenía la técnica de los antiguos futbolistas sudamericanos y la fuerza que exigían los nuevos tiempos, pero venía cansado por los años y arrastrando una grave lesión de tobillo que se le había hecho crónica. A pesar de todo, fue un jugador importante en aquel equipo que también se acercaba al final de un tiempo, tanto, que dos años después, acabó desapareciendo.
Amarilla tenía, además, el exotismo de un jugador de raza. Era uno de esos futbolistas distintos que tanto han gustado a la afición almeriense. Hubo un debate en la ciudad entre los que decían que era mulato y los que afirmaban que era indio. Y no estaban equivocados, Amarilla siempre nos pareció un indio fuera de contexto, un personaje de otra época que se había colado de extra en un mundo que no era el suyo.
Cualquier futbolista inglés que hubiera llegado tan alto como lo hizo Amarilla en un Mundial, hubiera gozado de por vida de un prestigio reconocido y sería un personaje en su país. Él no tenía nada cuando llegó a Almería. Después de pasar por el Oviedo, vino con las manos vacías, obligado a empezar de nuevo. Ese ha sido siempre el estigma que ha marcado su existencia, la necesidad de volver a empezar, de ser un eterno principiante de la vida.
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