Hoy sería impensable ver a un niño de once años coger la parrala en Viator para venirse a estudiar a Almería, bajarse en la estación de autobuses y cruzar por las vías del ferrocarril o saltando los vagones de los trenes, para ahorrarse un trozo del camino que lo llevaba al instituto.
Esa era la hoja de ruta diaria de José Román Nieto cuando a mediados de los años sesenta hizo su matricula para estudiar el Bachillerato. Era su primera experiencia con la ciudad después de pasar la infancia en Cabo de Gata, su pueblo natal, y posteriormente en Viator, donde se instaló con su familia una vez que su padre dejó el trabajo de las minas en las entrañas del cabo.
En Viator vivió los años del colegio, cada curso con un maestro distinto y cada uno con sus sello particular. Recuerda que en segundo tuvo como profesor al que era alcalde del pueblo, don Joaquín Visiedo, que además de la vara que manejaba en la alcaldía se hizo célebre por la que utilizaba con sus alumnos a la hora de imponer su autoridad.
Quizá, el maestro que más huella le dejó, no en las palmas de las manos, sino en su formación intelectual, fue el del tercer curso, don Francisco Alcaraz, célebre en el colegio por su manera de incentivar a los alumnos con juegos. Al empezar el curso, asignaba el mismo número de puntos a todos los niños y a partir de ahí las acciones positivas se premiaban sumando nuevos puntos y las negativas eran sancionadas con la devolución de puntos. Al final del curso se configuraba el escalafón definitivo con el saldo de puntos que cada uno había acumulado. En su último año de escuela se cruzó con un gran matemático, don Francisco Salas, que era tan rápido ajustando las cuentas en la pizarra como en el uso de la vara a la hora de los castigos. Uno de sus alumnos de cuarto llegó a hacer historia en el colegio por los callos que le salieron en las manos de tantos palmetazos.
Cuando terminó los años de escuela, José Román se preparó para afrontar esa prueba mayor que era entonces el examen de Ingreso, que en cierto modo suponía para un niño de diez u once años el salto de la infancia a la preadolescencia. Empezar el Bachillerato significaba entrar en una nueve etapa de la vida con nuevas amistades, nuevas responsabilidades y un nuevo aspecto físico, marcado por los cambios acelerados que traía la edad.
Nunca podrá olvidar aquella mañana en la que se presentó con sus mejores ropas en el colegio Madre de la Luz de la Carretera de Ronda para hace el examen de Ingreso ni la alegría que se llevó cuando salió acariciando el éxito. Iba tan contento que para celebrarlo no se le ocurrió otra cosa que darse un homenaje y emplear cinco de las seis pesetas que llevaba para coger el autobús de regreso a Viator en una botella de gaseosa La Casera de litro. Se la bebió sin pestañear, ante las miradas de asombro de sus compañeros, que se preguntaban cómo iba a volver el bueno de Román al pueblo.
El instituto fue para él una intensa prueba de madurez que comenzó el primer día, cuando cogió la parrala como un adulto y se vino solo a Almería. Como era costumbre entonces entre la mayoría de los alumnos del instituto de Ciudad Jardín, para acortar distancias cruzaba por las vías del tren a riesgo de un accidente o de mancharse la ropa inmaculada en la que tanto empeño había puesto su madre. Salía de Viator a las ocho de la mañana y regresaba casi de noche. Como tenían clases por la tarde, se llevaba la comida en un macuto y almorzaba en cualquier descampado de los que en aquel tiempo rodeaban el instituto.
José Román Nieto terminó el Bachillerato con brillantez y cuando le llegó la ahora de buscarse un porvenir siguió los pasos de tantos jóvenes de su tiempo que se sentían atraídos por el campamento Álvarez de Sotomayor y por la vida militar. Se fue de voluntario y terminó llegando lejos. Fue teniente en los Regulares de Melilla, capitán de la Brigada Aerotransportable en Pontevedra y acabó alcanzado el grado de comandante.
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