Hoy ninguna boda a lo grande se celebraría en un día de diario, pero la gran boda de la década de los sesenta, la de Carmen Vértiz Espinar y Francisco José Pérez-Manzuco Hernánz, convirtió un miércoles cualquiera en una jornada festiva que pasó a la historia por ese enlace de aires principescos que llenó el templo de la Patrona y convocó en la puerta a cientos de curiosos que querían ver de cerca como lucía aquella pareja de la alta sociedad que entonces fue considerada como una de las más atractivas de la ciudad, si no la que más.
Ella iba inmensa, fundida en un vestido de organdí natural adornado con flores y perlas cuando casi nadie sabía que era el organdí y mucho menos el natural, salvo las modistas de primera categoría.
El gran acontecimiento sucedió el 13 de junio, día de San Antonio, del año 1965, cuando la ciudad se preparaba para recibir a los primeros turistas y cuando aún los almerienses no sabían lo que era una ola de calor ni la calima. Aquel día de la gran boda el termómetro no pasó de los 25 grados, por lo que se puede decir que el tiempo también se apuntó a la fiesta.
En aquella época las bodas no se solían celebrar en bares y restaurantes como las que conocimos décadas después. Las de la clase media buscaban refugio con un convite modesto y familiar, mientras que las bodas de la alta sociedad siempre encontraban una finca cercana o el entonces bucólico Club de Mar para inmortalizar las emociones del día. La boda de Carmen Vértiz fue tan grande que hasta los inmensos jardines del chalé familiar de la Pipa se quedaron pequeños. No fue una boda más, fue la boda del siglo, la más nombrada de cuantas se habían celebrado en Almería hasta esa fecha, y posiblemente irrepetible. Trajeron tres camiones de flores de Valencia para adornar la iglesia y los jardines del chalet de la Pipa.
La ceremonia empezó a las ocho y media de la tarde en el templo de la Patrona y una hora antes toda la plaza estaba abarrotada de gente, teniendo que intervenir la Policía Municipal para evitar amontonamientos en la puerta de la iglesia. Los novios fueron recibidos por una orquesta que interpretó la marcha nupcial de Aida y la marcha de Mendelsssonn en la despedida. Aquello fue un gran espectáculo tan solo comparable que con las ceremonias inalcanzables que se inventaba el cine.
Bendijo la ceremonia el padre José Gabriel Rodríguez, que al finalizar la misa leyó un telegrama del Vaticano que decía: “Sumo Pontífice cordialmente otorga su bendición apostólica a Francisco y Carmen con motivo de su enlace matrimonial como prenda de abundantes gracias y dones celestiales para su nuevo hogar”.
Para trasladar a los más de seiscientos invitados al lugar del convite se alquilaron todos los coches de caballos que había disponibles en la ciudad. La orquesta ‘Los Blues’ puso la música y la fiesta no paró durante toda la madrugada hasta que al amanecer, los novios emprendieron el viaje a la Costa Azul.
Se dijo entonces que los humildes cocheros de Almería no habían tenido tanto trabajo juntos desde que cuatro año antes pasó Lawrence de Arabia por la ciudad y los empleó a todos por varios días.
La verdad es que merecía la pena esperar un par de horas en la puerta del templo de la Virgen del Mar para ver el espectáculo. Los novios componían una pareja que parecía sacada de Hollywood.
Ella estaba dotada de una elegancia que la hacía destacar aunque ella quisiera pasar inadvertida. Carmen Vértiz había nacido en 1942, fruto del matrimonio entre doña Jacobina Espinar y el empresario Isidoro Vértiz, propietario de salas de cine tan importantes en su época como el Cervantes y el Hesperia.
Vivía en la casa señorial, todo un palacio, que hacia esquina con el Paseo y la calle General Segura. Cuentan que en el banco que había enfrente de su casa nunca faltaba una tropa de jóvenes esperando pacientemente a que Carmencita saliera de su casa para cortejarla. Carmen parecía una diosa cuando los domingos se ponía su mejor vestido para ir a misa a la Patrona o cuando por la tarde, con el grupo de amigas, recorría el Paseo de arriba a abajo seguida siempre por un grupo de admiradores. En la puerta de las Jesuitinas, el colegio donde estudió, hacían cola los adolescentes para invitarla a un helado en el Colón o simplemente para acompañarla hasta su casa.
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