Posiblemente, el viernes era el mejor día de la semana porque tenías la sensación de que la felicidad pasaba por la puerta de tu casa. El viernes te levantabas con un estado de ánimo distinto, como si nuestras madres nos pusieran junto a la cama la ropa del tiempo libre y cuando te levantabas tu mente y todos tus sentidos estaban ya de fiesta. Por eso a los adolescentes nos perturbaba tanto que un profesor del instituto nos colocara un examen en viernes, y era aún peor si la prueba se programaba el viernes por la tarde. Entonces sentías como si te hubieran amputado una parte del fin de semana y te presentabas al ejercicio con la cabeza puesta en la pandilla de amigos y en lo que estaba por venir.
Cuántos viernes le pedíamos al cielo, con verdadera fe, que no viniera el profesor de la última hora para así poder irtes antes y que esa esperanza de eternidad que entonces tenían a priori los fines de semana fuera aún más evidente. Aquellas últimas horas de la semana se hacían interminables en la soledad del aula: los maestros se empeñaban en apurar las lecciones hasta el final, sin pararse a pensar que ya no teníamos la cabeza puesta en el aula.
Después llegaba ese repertorio de tareas que tanto nos amargaban. Sí, nos condenaban a que el lunes trajéramos la tarea hecha de casa, pero la realidad solía ser distinta, y salvo los alumnos realmente aplicados, el resto, los del montón, nos tomábamos tan en serio lo del descanso que cuando el viernes llegábamos a nuestras casas escondíamos la cartera en el lugar más remonto, donde no pudiéramos verla, creyendo que el lunes no iba a llegar jamás.
Nuestra vida estaba llena de viernes, pero había algo tan especial en este día de la semana que cuando llegaba tenías la sensación de ser un debutante. Era como irse de vacaciones todas las semanas, acariciar ese parón que tanto necesitábamos para que nuestras vidas no se basaran únicamente en los estudios y en labrarse un porvenir. Lo bueno de la adolescencia es que te importaba casi nada el porvenir, que el pasado era patrimonio de los mayores y que tu única preocupación era disfrutar de los amigos en ese instante y que cada minuto fuera inolvidable.
El viernes era un canto a la alegría, el paradigma de la esperanza, aunque después no se cumplieran los sueños que habíamos ido construyendo durante la semana.
El viernes era el día de organizarse, de reclutar a los amigos que faltaban para montar el partido de fútbol de los domingos en cualquier descampado. Hace cuarenta años los adolescentes no salían a las once de la noche del sábado para acostarse al amanecer. Había que estar temprano en las casas por lo que el domingo se podía disfrutar plenamente, sabiendo de antemano lo complicado que era ser absolutamente feliz un domingo.
El viernes se preparaban también las fiestas, los bailes para el viaje de estudios que se celebraban en los patios del instituto y los guateques caseros. Todos teníamos algún amigo que disponía de una cochera o de una casa vacía donde con cuatro guirnaldas, unas luces de colores, un tocadiscos y un poco de ginebra de la marca de la pava nos lanzábamos a la conquista de la niña que nos gustaba. Los bailes de entonces tenían vocación de ligue, sobre todo cuando sonaban las lentas y era el momento de echar el resto, de arrimarse, de ganarse un beso, de salir triunfante con una adolescente agarrada de la mano.
Los viernes nos quedábamos hasta tarde viendo la televisión porque no había que madrugar al día siguiente y mirábamos al horizonte como si no existieran los lunes. Pero nuestros anhelos tropezaban con la cruda realidad y aquella felicidad del viernes se iba tornando en negros nubarrones cuando el domingo, nada más levantarte de la cama, tu madre te preguntaba si habías hecho ya la tarea o lo que era peor, si te habías estudiado el examen que te esperaba el lunes.
Tal vez, ese sentimiento de felicidad incomparable que nos traía el viernes era así de inmenso porque existían los lunes. El problema del lunes era que se dejaba sentir un día antes, que en la tarde del domingo cuando volvías del cine o regresabas enfadado del fútbol porque había perdido tu equipo, no tenías otro consuelo que cerrar los ojos y no pensar.
Las promesas del viernes se transformaban el domingo en decepciones y cuando llegabas a tu casa después de haber dejado en la suya a la niña con la que estabas saliendo, notabas de pronto que la querías más, que la semana se te iba a hacer eterna hasta que por fin llegara el viernes siguientes con su rosario de grandes promesas.
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