Una de las grandes conquistas urbanísticas de la ciudad en los primeros años de la posguerra fue saltar la Rambla mediante la construcción de los puentes y las pasarelas. Los malecones se habían dinamizado con el proyecto del sanatorio del 18 de Julio y con lo mucho que significaban entonces tres centros educativos tan importantes como el Instituto, la escuela de las Jesuitinas y el colegio de los Hermanos de la Salle. Almería estaba obligada a superar de una vez por todas esa frontera que representaba el cauce y convertir en ciudad todo aquel entramado de huertas y cortijos que se extendían hasta la Carretera de Ronda.
Dejando atrás la plaza del sanatorio y el popular kiosco del 18 de Julio, tras cruzar el puente y el primer tramo de la calle de Paco Aquino, se llegaba al barrio de la calle de Altamira, que hasta los años cincuenta fue más un arroyo que una avenida, donde el suelo era todavía de tierra y la hierba crecía junto a la puerta de las escasas viviendas de planta baja que formaban un pequeño y destartalado barrio sin salida, rodeado de tapias, huertas y proyectos de calles en construcción que nunca acababa de concretarse.
En 1945 la calle de Altamira contaba con poco más de cincuenta vecinos, muchos de ellos vinculados al ferrocarril, como los hermanos Francisco y Manuel Rodríguez Ruiz, el Jefe de Estación Francisco Ocete Morales, o Torcuato Úbeda, que desempeñaba el cargo de factor. Eran muy conocidos en la calle los torneros Antonio y Pablo García, y Manuel Gálvez Andújar, un histórico de los talleres de Oliveros, aunque ninguno era tan célebre como Miguel Almécija, el dueño de la tienda de comestibles donde iban las mujeres a comprar fiao.
Los niños de Altamira se criaron como si estuvieran en el campo: jugaban a las guerrillas con las pandillas que llegaban desde el Barrio Alto y aprovechaban el desnivel de la calle para tirarse con las bicicletas sin tener que darle a los pedales. La única entrada que tenía la calle era entonces por la de Paco Aquino, ya que no existía aún la apertura del sur por la Avenida de la Estación ni por la parte norte en lo que hoy es la Plaza de Altamira, en aquellos tiempos cerrada por un muro. Fue en el año 1964 cuando el Ayuntamiento procedió a la apertura de la calle por abajo, derribando las tapias de la entonces Avenida de Calvo Sotelo (hoy Avenida de la Estación). Como casi todo se solía a hacer a medias en aquella querida Almería, ese derribo de tapias que tenía que dejar libre el paso hacia la Avenida de la Estación se realizó de forma incompleta, quedando media tapia en pie y en el centro de la calle uno de los postes de madera que sostenían todo el entramado de los cables de la luz, lo que suponía un auténtico problema para la circulación y un peligro para todo el que bajaba por allí cuando se hacía de noche y la iluminación no permitía ver más allá de cinco o seis metros.
Aquel era un barrio en tenguerengue, donde no se sabía muy bien si es que lo estaban construyendo o lo estaban derribando. Todavía, antes de que empezaran a levantar las llamadas 80 viviendas que urbanizaron definitivamente el barrio, los niños de Altamira jugaban con libertad por los descampados, se hacían espadas con las cañas de la vega y se refrescaban en el agua de la vieja noria que sobrevivía en la misma calle de Paco Aquino.
Pero el avance acabó siendo imparable y en apenas ocho años la zona de Altamira parecía ya un barrio más propio del Nueva York más decadente que un apéndice de la pequeña ciudad de Almería. En la década de los sesenta, Altamira y su entorno eran la nueva ciudad, una explosión de grandes edificios, un derroche de hierro y cemento con escasas zonas verdes y pocos espacios recreativos, lo que convertía esta nueva zona en una colmena de edificios y calles sombrías.
Fue en esos años cuando nació uno de los comercios que representaban perfectamente los tiempos modernos. En el mes de marzo de 1973 abrió sus puertas Electro Altamira, el primer supermercado de los electrodomésticos que nos trajo los mejores precios de las marcas Balay, Lavis, Edesa, Aspes, Bru, Fagor, New Pol, Aege, Inter, Kelvinator, Telefunken. Allí lo tenían todo, los aparatos más sofisticados que cualquiera podía imaginar. En diez años, el barrio de Altamira había pasado de los bancales y los últimos establos, a los atractivos escaparates luminosos donde se anunciaban los mejores televisores del mercado.
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