La barbería era un lugar maldito para los niños de mi generación y sentarse en aquellos inmensos sillones que el peluquero subía o bajaba activando una palanca con el pie, era como colocarse en un potro de tortura.
Recuerdo que el sábado que tocaba pelarse lo tenía señalado en negro en mi almanaque sentimental. La visita al barbero la aborrecía tanto como ponerme una inyección o ir al médico. Siempre tuve la sensación de que allí, en aquella sala con las paredes llenas de almanaques donde olía a colonia de hombre y a sudor matizado por el aroma del Varón Dandi, me dejaba una parte de mi personalidad. Entraba con ganas de llorar mirando de reojo en la luna del espejo mi incipiente melena que iba a ser profanada en nombre de una masculinidad que nunca llegue a entender. Nos decían que llevar el pelo largo era de niñas y que los niños, futuros hombres, estábamos obligados a pelarnos como si fuéramos quintos en el servicio militar.
Cuando salía de la peluquería me sentía un extraño y procuraba mirar para otro lado cuando pasaba delante de un escaparate y esquivaba los espejos de los coches por el temor a no reconocerme. El pelo me daba seguridad y aquellos pelados infames donde la maquinilla nos rozaba el cerebro me dejaban indefenso por unas horas y entonces me venía al pensamiento esa historia de Sansón que tanto nos gustaba a los niños cuando leíamos el libro de Religión, y en cierto modo uno se sentía tan débil como aquel mítico personaje de la Biblia.
A finales de los años sesenta, a los niños nos pelaban a lo Marcelino, recordando a aquel niño expósito que inmortalizó el cine en la película ‘Marcelino pan y vino’. Ese corte brutal se basaba en apurar casi al límite la maquinilla por atrás y por los costados y disimular el desaguisado dejando el flequillo recto como una leve cortina que se resbalaba por la frente. Parecíamos sacados de un mismo internado a juzgar por ese fatídico flequillo recto que nos daba un aspecto extraño, una mezcla de frailes prematuros y romanos de la época de Nerón.
El flequillo recto y el pelo muy corto fueron en aquellos años signos de pulcritud. Nuestros padres nos llevaban al peluquero y a la pregunta de que cómo querían el corte, les respondían con una frase lapidaria: “déjelo usted curioso”. Y era comprensible su actitud; muchos de ellos, que venían de los tiempos del hambre, de la poca higiene y de los piojos, le temían al pelo largo como ‘una vara verde’ como antes se decía. Ir curioso significaba para nosotros que el barbero nos mortificara el morrillo y las sienes con aquellas maquinillas manuales de rapar que parecían segadoras en miniatura. Eran maquinas de tortura que nos hacían cerrar los ojos con fuerza para aguantar las lágrimas que el dolor nos producía de forma espontánea. Ir curiosos significaba que la tijera dibujara sobre nuestras frentes una perversa línea recta para que el flequillo no nos rozara los ojos y que nuestras caras pudieran lucir como soles. Salíamos de la peluquería con la sensación de ser tan distintos que cuando íbamos por la calle y nos cruzábamos con un compañero de clase tenía que mirarnos dos veces para reconocernos.
Los barberos de aquellos años no lo tuvieron fácil porque necesitaron ir adaptándose a los cambios que fue imponiendo la moda, especialmente desde esos años finales de la década de los sesenta, cuando entre la juventud empezó a coger fuerza la revolucionaria melena. Los adolescentes melenudos ya no iban a la barbería a pelarse, sino a arreglarse el pelo, o lo que era lo mismo, a que el barbero de toda la vida jugara a ser ingeniero técnico capilar durante media hora y le diera forma a aquella poblada cabellera.
El barbero, cuando entraba un melenudo, tenía que prescindir del recurso de la maquinilla que se lo llevaba todo por delante y emprender un trabajo mucho más sofisticado a base de tijera y sobre todo, de navaja. Un pelado normal de toda la vida se resolvía en veinte minutos y se remataba con un baño de colonia a granel sobre el cuero cabelludo, mientras que el arreglo de una melena era más entretenido, mucho más meticuloso y se solía terminar a base de secador y una refriega de laca, que entonces no se había puesto de moda todavía la gomina.
Eran tiempos muy distintos para los profesionales del corte de pelo. En aquella época el día más fuerte de la semana para un barbero era el sábado y había que trabajarlo hasta el límite, hasta las diez de la noche si era preciso. El sábado era el día elegido por los albañiles para ir a la peluquería, ya que solo trabajaban hasta las dos de la tarde. El sábado era el día de los jóvenes, de ponerse guapos para ir a bailar. El sábado era también un día de soldados, cuando los militares del campamento bajaban en busca de novia a la ciudad y se arreglaban el pelo en una barbería.
El sábado por la tarde, cuando mi padre cerraba la tienda, era el momento elegido para llevarnos al castigo. Aquellas temidas incursiones solíamos hacerlas cada seis semanas, más o menos, y nuestro triste destino nos llevaba a la peluquería que el célebre maestro Domínguez regentaba en la Plaza de San Sebastián. En aquel momento de sufrimiento infantil solo me aliviaba coger el diario AS como si fuera a leer las noticias futbolísticas y mirar a escondidas la foto de la señorita en bikini que venía en la contraportada.
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