En la Plaza del Educador, a la que muchos llamábamos la Plaza de la Leche, nos sentábamos los grupos de jóvenes a ver pasar la vida cuando los domingos por la tarde nos quedábamos con los bolsillos vacíos. Habíamos salido temprano del cine, sin dinero y con la sombra del lunes sobre nuestras cabezas, y apurábamos las últimas horas de libertad sentados en un banco compartiendo una bolsa de pipas calientes y repasando los sueños que se nos habían quedado colgados ese fin de semana.
La tristeza de los domingos por la tarde se digería mejor entre amigos, tratando siempre de no hablar de los estudios ni del maldito porvenir que tanto nos amargaba la vida. Allí, sentados en aquella plaza del corazón del Paseo comentábamos los resultados de la jornada del domingo y nos fugábamos detrás de las niñas que seguramente también buscaban compañía.
La Plaza del Educador, a finales de los años 70, era un lugar muy concurrido donde no era fácil encontrar un banco vacío. Si querías ver a alguien bastaba con tener un poco de paciencia y sentarte en un banco a esperar a que cruzara por delante. Teníamos la sensación de que todo el mundo, tarde o temprano, pasaba por allí.
Aquel escenario tenía la ventaja de estar en pleno centro, a un paso del kiosco de las pipas y de los bares de las Cuatro Calles que estaban de moda en aquel tiempo, y a diez minutos de las salas de cine que entonces formaban parten del entramado sentimental de Almería. La Plaza del Educador tenía, además, la ventaja de contar con la presencia de varios teléfonos públicos, uno en la esquina con el Paseo y otro en la esquina con la calle Gómez Ulla, enfrente de la puerta principal del edificio de Correos.
La cabina de abajo, junto a los escalones de acceso a la Plaza del Educador, estaba situada en un recodo que le daba la intimidad necesaria para que uno tuviera la sensación de que nadie te estaba escuchando. Aquella cabina era la preferida de los soldados que los fines de semana bajaban en tropel desde el campamento de Viator, no solo por su privilegiada situación, sino porque al parecer no se tragaba tan deprisa las monedas y era más generosa con los enamorados.
La cabina frente a Correos era la más demandada de la ciudad los domingos por la tarde, a esa hora en la que los pasos costaban menos y las calles empezaban a quedarse vacías. Sentados en los bancos de la Plaza del Educador, los muchachos asistíamos en primera fila al desfile de los soldados que hacían cola esperando su turno delante del teléfono.
Recuerdo aquellas escenas con una tristeza imborrable porque a la pesadumbre natural del domingo se le unía la melancolía que envolvía a aquellos militares cuando hablaban con sus madres o con sus novias. El que ha pasado por el servicio militar fuera de su tierra sabe bien que nunca se llega a querer tanto a una novia como cuando las tienes tan lejos.
Cuando un quinto se encerraba en la cabina de teléfonos y se ponía a hablar con la novia entraba de pronto en trance y se olvidaba de todo lo que sucedía alrededor. A veces, los jóvenes que ocupábamos los bancos nos quedábamos en silencio para intentar escuchar lo que decía, aquellas palabras de amor que la distancia acababa convirtiendo en lágrimas. Desde nuestro puesto, oíamos los ‘te quiero’, los besos que chocaban contra los cristales de la cabina y las repetidas promesas de amor eterno mientras que el sonido inapelable de las monedas iban anunciando el final.
En aquellas escenas había un gesto que se repetía en cada llamada. Cuando el pitido del teléfono anunciaba que se había terminado el crédito, que la conferencia había llegado a su término, la costumbre era darle un par de golpes al cajetín y abrir el compartimento de las monedas por si la cabina tenía la amabilidad de devolverte una de cinco duros que te permitiera unos minutos más de conversación.
Qué sensación de pena nos producían aquellas escenas, no porque nos compadeciéramos del pobre soldado que estaba fuera de su contexto y lloraba por su familia y por su novia, sino porque de pronto nos asaltaba el miedo al futuro y nos imaginábamos que muy pronto, cuando se nos acabara la coartada de las prórrogas de estudios, nosotros nos veríamos también en una situación parecida, lejos de nuestra tierra y de nuestros seres queridos, perdidos en el anonimato de una ciudad lejana, heridos por la tristeza de un domingo al anochecer escuchando la voz de una novia con los ojos empapados de lágrimas.
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