La casa del jazminero invasor

La calle del convento de las Puras tenía impregnado el olor de los jazmineros de sus patios

El patio, hoy abandonado, de la casa de los Galindo, en la actual calle de Valente.
El patio, hoy abandonado, de la casa de los Galindo, en la actual calle de Valente.
Eduardo de Vicente
21:50 • 23 oct. 2023

Lindando con la casa del poeta José Ángel Valente aparece una fachada antigua que se ha ido desmoronando con los años desde que sus últimos inquilinos dejaron de habitarla. 



Las casas antiguas envejecen de pronto, como si un año de soledad equivaliera a medio siglo. Se va la vida y hasta las losas se marchitan. Los objetos también necesitan compañía para sobrevivir: un espejo entristece sin una cara delante, lo mismo que una fuente cuando deja de correr el agua. 



La casa que linda con la del poeta era la alegría de la calle Eusebio Arrieta (hoy de Valente) hace cincuenta años. El patio era un jardín con una pequeña fuente redonda en medio que no dejaba de destilar agua durante todo el día. Cuando pasabas delante de la tapia, en medio del silencio que entonces reinaba en la calle, podías escuchar el murmullo de la fuente que parecía hablar con los pájaros que buscaban los rayos de sol en las ramas más altas del jazminero.



En medio de los geranios y los rosales se alzaba como un dios un jazminero arrogante al que se le quedaba pequeño el patio y se fugaba todas las noches trepando por las piedras de la fachada. Las primeras noticias del verano nos las traía todos los años aquel jazminero invasor que se asomaba por encima del muro para llenarlos de perfume las noches. Cuando los pétalos caían sobre la acera, como una lluvia silenciosa, los niños jugábamos a hacer ramilletes y coronas. 



La calle del poeta contaba entonces con dos espléndidos jardines, el del jazminero invasor, que estaba habitado por la familia del guardia civil Galindo, y el jardín que había enfrente, en la casa de los Bas, tan grande como inaccesible. El patio de la familia Bas era un vergel donde tampoco faltaban su fuente reglamentaria y sus peces de colores. No es de extrañar que sus propietarios estuvieran siempre a la gresca con los niños del barrio que a todas horas profanábamos la espiritualidad del jardín a fuerza de pelotazos. Como jugábamos al fútbol en la calle, pegados a la tapia del patio, era frecuente que el balón terminara embarcado en ese territorio sagrado donde reinaban las plantas y los pájaros. Sabíamos, por experiencia, que si la pelota rompía un geranio o se llevaba por delante una maceta, la habíamos perdido para siempre, a no ser que la bondad infinita de Carmencita, la hija del dueño, nos concediera el indulto y nos devolviera el esférico sano y salvo. Entonces le jurábamos por todos los santos que no volveríamos a molestar, que nos iríamos a jugar a otro sitio para siempre, pero nuestras promesas infantiles duraban el tiempo que tardábamos en almorzar y volver a la  calle, así que más pronto que tarde volvíamos a tocar en la puerta de la casa, con cara de ángeles recién bajados del cielo, para pedirle por favor que nos devolviera la pelota que se nos había colado en su jardín.



La calle de Eusebio Arrieta era entonces un auténtico refugio infantil por donde apenas pasaba un coche. Tenía casas antiguas de una nobleza radiante, con grandes trancos de mármol donde los niños nos sentábamos a descansara. Tenía portales inmensos donde por las noches jugábamos a los médicos con las niñas. Tenía la penumbra que necesitábamos para pasar desapercibidos y dos escenarios cargados de misterio que nos despertaban ese miedo común que compartíamos los niños de la  calle. Nos daban miedo las dos ventanas con clavos de hierro del convento de las Puras que daban al recinto donde se decía que enterraban a las monjas que iban falleciendo, y nos daba pavor la casa de la esquina de la calle Escusada, aquellas ventanas del sótano donde una mujer se había quitado la vida. Hubo un tiempo, después del suceso, en que ningún niño se atrevía a pasar solo por aquella esquina. 



En la esquina con la calle Gutiérrez de Cárdenas, aparecía, sobre la fachada, una lápida de piedra donde se podía leer: calle de Eusebio Arrieta (antes Colegio).  La calle se llamó Colegio por la presencia del viejo Seminario junto a la puerta del convento y en 1906 el ayuntamiento la bautizó con el nombre de Eusebio Arrieta, en homenaje póstumo a uno de los grandes oradores que tuvo la Iglesia en Almería, Eusebio Arrieta López, canónigo penitenciario y uno de los primeros grandes oradores de su tiempo. Tras su fallecimiento, en la madrugada del cinco de septiembre de 1906, la prensa local escribió de él: “El señor Arrieta se distinguió por su oratoria y por su pluma, sosteniendo diferentes campañas con escritores y oradores notables. Fue párroco de la capilla del Sagrario de la Catedral y canónico penitenciario.





Temas relacionados

para ti

en destaque