La humilde silla del comedor, con sus manchas de aceite reglamentarias, y a veces también con sus remiendos, se convertía en un trono cuando se sacaba a la calle.
Por la puerta de la tienda de mis padres pasaba una vez a la semana una mujer que venía de un cortijo allá por el cementerio, y que los sábados bajaba al centro en busca de la ropa que se había hecho vieja en las casas. Cada vez que venía aquella mujer, mi madre le sacaba una silla a la calle y allí empezaba una tertulia a la que se iban sumando los vecinos poco a poco.
Cada vecino salía a la puerta con una silla en la mano, unos para tomar el sol y otros para que les diera el fresco. En invierno, cuando todavía no se había extinguido la costumbre de salir a la puerta de las casas, las tardes se llenaban de viejos que colocaban su silla de forma estratégica siguiendo la retirada del sol. Era una forma de huir de la humedad de las casas, de comunicarse con los otros vecinos y de seguir los consejos del médico de cabecera que solía recordarles a sus pacientes que el sol era fundamental para los huesos.
En verano las sillas se sacaban más tarde y aquella liturgia pasaba por un ritual que empezaba cuando se iban los últimos rayos de sol y las mujeres refrescaban su trozo de acera con un cubo de agua. En mi barrio era costumbre cenar en la misma puerta, donde se iba haciendo de noche mientras la gente se iba contando sus vidas. Cada acera era la redacción de un periódico por donde corrían las noticias de cada casa. En aquellos años no se hablaba de política, sino de las cosas realmente importantes: de la salud, de la enfermedad, de la aventura del muchacho de la casa de la esquina que se había ido a trabajar a Barcelona, de la hija de la María a la que le había salido un pretendiente bien situado, de los disgustos que siempre daban los hijos, el que no quería estudiar, el que no encontraba trabajo, el que no pensaba nada más que en la novia y andaba todo el santo día ensimismado.
La vida corría con fuerza por la calle y nosotros íbamos a buscarla antes de que apareciera la televisión y nos conquistara. La puerta de la casa, el tranco, el bordillo de la acera, eran territorios de la gente cuando era posible bajarse de la acera sin correr el riesgo de que te pillara un coche, cuando todavía, en los barrios más humildes que habían conservado mejor sus costumbres, se pasaba más tiempo en las puertas de las casas que dentro. Esta liturgia se mantuvo hasta los años setenta. La televisión, que tanto daño hizo en la convivencia vecinal, que poco a poco fue aislando a las familias en los comedores de sus casas, no era todavía un arma letal y como solo emitía por la tarde, dejaba tiempo a la gente para seguir manteniendo las viejas formas de relacionarse.
Los niños de entonces nos pasábamos la vida haciendo escapadas a la puerta de la casa y aunque estuviéramos castigados por nuestras madres por alguno de nuestros delitos cotidianos, siempre nos quedaba el recurso del tranco para intentar la fuga.
El tranco era entonces un territorio neutral en esa batalla diaria que los niños libraban con las madres. Cuando una madre decía aquella frase de “no quiero calle”, al niño le quedaba como último recurso el tranco, ese pequeño espacio en la puerta de la casa a medio camino entre la libertad absoluta de la calle y la vigilancia de la madre.
Sentados en el tranco, con la merienda en la mano o repasando la lección, mirábamos con un ojo hacia dentro para escaparnos de la vigilancia materna, y con el otro hacia fuera esperando la presencia de los amigos que siempre estaban al acecho. Uno de los peores castigos para un niño era quedarse sin calle, que su madre le cerrara la puerta con el cerrojo, y que en esos momentos de condena, cuando permanecía encerrado en la soledad de su cuarto, a través de la ventana o del hueco del patio escuchara las voces de los otros niños jugando libres en la calle.
Después, cuando nos hicimos adolescentes, seguimos sentados en la calle, no en la formalidad de las sillas de los mayores, sino postrados en cualquier acera, compartiendo con los amigos ese placer de compartirlo todo, hasta los lamparones en el culo del pantalón que tanto disgustaban a nuestras madres.
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