La calle era un escenario donde nunca terminaba la función. Era un río de gente, un ir y venir de personajes entre los que no faltaban los pintorescos, los extravagantes, los que iban a contracorriente, los que en ocasiones eran presa de los chiquillos en una época donde había mucha afición a meterse con los demás.
Un niño solo en medio de la calle era inofensivo. Dos niños juntos se dedicaban a jugar, pero cuando el grupo aumentaba y se convertía en pandilla, podía ocurrir que se convirtiera en un peligro público, sobre todo para esos personajes especiales que eran más vulnerables. En todos los barrios había al menos uno de esos tipos llamados distintos, aunque a veces su fama podía traspasar fronteras y hacerse universal. A Luis el de los perros, por ejemplo, lo conocía toda Almería, entre otras cosas porque era un hombre sin patria que paseaba sus ocurrencias por todas las plazas y las calles de la ciudad. En los años sesenta el bueno de Luis Méndez Cañadas, que así se llamaba el personaje, era más célebre que cualquier alcalde de los que pasó en aquellos tiempos por el ayuntamiento.
Por el kiosco Amalia transitaba a diario Pepe el ‘Cabeza’, otro tipo peculiar que no pasaba nunca desapercibido y que acabó convirtiéndose en uno de los personajes preferidos por los niños para pasar un rato de miedo. No era lo mismo ir a meterse con Diego el de la hora, un hombrecillo inocente que insultaba pero no sabía defenderse, que desafiar a todo un gigante como era Pepe ‘el Cabeza’. Nadie se atrevía a decirle en su cara ‘cabeza’, nadie corría el riesgo de situarse a menos de diez metros de aquel individuo que a pesar de tener dificultades para caminar era capaz de correr dando cojetadas.
Ir a meterse con el ‘Cabeza’ era vivir una experiencia diferente. El miedo que te generaba era a su vez un aliciente. Encontrarte de frente con él fue para muchos una prueba de fuego. Impresionaba mirarlo a la cara, con aquella boca que parecía creada para tragarse a un niño, con aquellos ojos que te miraban y te condenaban al infierno, con aquellas orejas que parecían las del lobo de Caperucita Roja, con aquella cabeza de talla superior que según decían los que lo conocían de verdad escondía un cerebro privilegiado capaz de aprender a defenderse en inglés solo con escuchar de vez en cuando a los marineros extranjeros que llegaban al puerto.
Pepe el ‘Cabeza’ era inmenso o al menos así lo veíamos los niños entonces. Tenía dos manos como dos excavadoras y una voz de las que te retumbaban en los oidos en las pesadillas nocturnas. Para meterse con él era necesario elegir bien el momento. No podías ir alegremente al kiosco Amalia a buscarlo y ponerte delante y decirle aquello de “vaya tarro, Pepe”. Aquel era su territorio y podías caer en sus manos.
Al ‘Cabeza’ había que saber esperarlo, teniendo en cuenta que el momento era siempre el camino de vuelta, cuando ya de noche regresaba a su casa en la calle de la Almedina. La noche nos protegía a los que íbamos a provocarlo, nos cubría con su manto y nos llenaba de atrevimiento, siendo conscientes siempre de que no nos podíamos permitir el más mínimo descuido y que había mantener la distancia reglamentaria, que no bajaba nunca de los diez metros.
Cuando el ‘Cabeza’ venía en retirada, después de una tarde en el kiosco Amalia, ya no era aquel tipo desafiante que a pesar de sus limitaciones en las piernas caminaba con soltura. Ya de recogida, con unas cuantas cervezas en el alma y con la noche haciéndole zancadillas, el ‘Cabeza’ se convertía en una presa mucho más asequible y era el momento de atacarle. El mejor lugar para recibirlo era esa zona donde la calle de la Reina hacía esquina con la calle Arráez y con la Almedina, un escenario que ofrecía distintas alternativas a la hora de escapar.
De pronto, en medio del silencio de la noche, se escuchaban a los lejos las pisadas inconfundibles del ‘Cabeza’, que cada cuatro pasos se paraba para agarrarse a los barrotes de una ventana. “Ahí viene”, gritábamos, y entonces corríamos a colocarnos en las esquinas, dispuestos para asaltarlo verbalmente.
Cuando aparecía en escena, el pobre de Pepe, que ya no traía fuerzas para grandes batallas, se veía acorralado por aquellas voces infantiles cargadas de mala leche que le recordaban una y otra vez lo generosa que había sido la naturaleza a la hora de concederle su incomparable cabeza. “Cabezón, cinco minutos”, le cantábamos a coro, mientras que otro le preguntaba si era verdad que para hacerle la gorra habían tenido que comprarle el toldo al circo Price.
Pobre ‘Cabeza’, cuánto sufría en ese momento, cuando no tenía otra forma de defenderse que acordarse de todos nuestros difuntos. Qué escándalo se armaba en la calle, no había forma de calmarlo, de que su lengua dejara de recitar todas las palabrotas del diccionario.
Más de una vez, soñé con que el ‘Cabeza’ nos perseguía y nos acorralaba en un callejón sin salida. Entonces me despertaba con el corazón en la garganta y al día siguiente salía a la calle con miedo por si me cruzaba con él y me reconocía.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/264513/el-vicio-de-meterse-con-la-gente