Al tomar la última curva de acceso a la explanada del mirador de San Cristóbal aparece un arco perfectamente horadado sobre la muralla, que a modo de puerta une la subida principal al cerro con el barrio conocido en otro tiempo como las casas de Pinel. Si eres profano en la materia, se podía pensar que el arco es una parte más del monumento, que está ahí desde antiguo, pero la realidad nos cuenta otra historia mucho más cercana que tiene que ver con un grupo de vecinos que por su cuenta y riesgo no tuvo otra ocurrencia que inventarse un camino a través de las piedras de Jayrán sin tener en cuenta ni la historia ni los problemas que esta aventura les podía causar.
Fue en los años sesenta cuando la franja de levante del cerro de San Cristóbal se unió a la ciudad con la construcción de un nuevo barrio que desafiaba la orografía del terreno y se abría paso entre las rocas y las pendientes más inverosímiles. Las casas de Pinel nacieron sobre un entramado de chabolas y cuevas que se extendían desde las murallas hasta el convento de las Adoratrices. Formaban parte del barrio de Duimovich, con su trama de callejuelas empinadas, de patios con aire musulmán y su enjambre de casas de planta baja que se adaptaban a las pecualiridades del terreno. A veces, surgía una vivienda sobre un suelo de rocas o sobre una cuesta imposible, desafiando la gravedad. Los trabajos se iniciaron en el mes de marzo de 1959 con carácter experimental, cubriéndose la primera fase con la construcción de ocho viviendas. Entonces se dijo que la urbanización del barrio en la Loma de San Cristóbal “empezaba una batalla contra aquellas cuevas o agujeros en las que vivían hacinadas las familias junto a vertederos de basura”.
El plan siguió adelante y en cinco años se llegaron a construir más de ochenta casas todas ellas con dos dormitorios, comedor, cocina, cuarto de baño, azotea, luz y agua, y se eliminaron ochenta cuevas y noventa barracas. Aunque en principio se creía que las nuevas edificaciones iban a ir destinadas a las familias más necesitadas, la realidad fue muy distinta, ya que las casas las ocuparon aquellos que podían hacer frente a su precio, que en algunos casos rondaba las sesenta mil pesetas. Allí se instalaron familias de la clase media que vieron la oportunidad de vivir a unos pasos del centro de Almería con la tranquilidad del que habita en las afueras y con el privilegio de tener las mejores vistas de la ciudad.
En los años sesenta, el nuevo barrio se fue poblando de vecinos, que tuvieron que abordar uno de los problemas más serios de este bonito escenario. Las vistas eran excelentes, había luz y aire durante todo el día, pero no existía una carretera de acceso por la que pudieran subir los coches y las motos. El barrio de Pinel, con todas sus ventajas, que eran muchas, se encontraba aislado, sin otro camino que las empinadas escaleras de la calle Duimovich. Los que tenían coche tenían que dejarlo lejos de sus calles y cualquier actividad de la vida cotidiana como subir un mueble o llevar una bombona de butano, se convertía en una odisea. Fue entonces cuando dos vecinos aventureros se echaron la manta a la cabeza y dijeron: “Esto lo solucionamos nosotros”, y no tuvieron otra mejor idea que meterse a arquitectos y a albañiles y sin ningún tipo de permiso abrir un arco que sirviera de puerta en la vieja muralla musulmana. Allí estuvieron durante varias semanas, perforando sin llamar demasiado la atención, amparados por la certeza de que por allí apenas rondaban los municipales, que era un paraje al margen de la ciudad. La obra fue un éxito y aunque la autoridad se les echó encima y estuvieron a punto de pagarlo caro, al final no pasó nada y los vecinos del barrio de Pinel pudieron tener ese camino que necesitaban para llegar en vehículos hasta arriba sin tener que pasar por el calvario de las cuestas y los escalones. La muralla estrenó su arco que tuvo tanta aceptación como si lo hubiera construido el propio Jayrán.
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