De niño pensaba que el escudo de la biblioteca Villaespesa era la silueta de aquel águila imperial con escudo que estaba grabado en las vidrieras y en las pancartas que a veces colgaban en los balcones que daban al Paseo. Como no sabíamos nada de política y casi nada de historia, lo mirábamos con la misma inocencia con la que contemplábamos los escudos en las banderas de los países.
La vieja biblioteca del Paseo fue para muchos un lugar iniciático, donde no solo descubrimos la figura del águila y su lema de ‘una, grande y libre’, sino también que los libros no se reducían a aquellos que contenían los malditos textos que nos obligaban a aprendernos de memoria en el colegio.
Allí conocimos los libros de aventuras que tanto nos gustaban, los tebeos de Asterix el Galo y aquellos fantásticos atlas llenos de colores y mares con nombres exóticos por los que echábamos a navegar la imaginación cuando el maestro nos mandaba algún trabajo de geografía. A comienzos de los años setenta se pusieron de moda los trabajos en grupo y no había un sitio mejor que la biblioteca para reunirse alrededor de las enciclopedias que todo lo sabían y de aquellos benditos atlas que nos permitían recorrer el planeta con la punta de los dedos.
La biblioteca Villaespesa del Paseo era como un mundo aparte. Bastaba con entrar en el portal y andar unos pasos para que todo el bullicio del Paseo quedara reducido a un murmullo. Recuerdo que tenía un vestíbulo flanqueado por enormes estanterías de madera donde los libros más antiguos del archivo permanecían momificados detrás del cristal, envueltos en un denso olor a alcanfor y naftalina que perfumaba todas las dependencias del edificio.
Para acceder al piso principal había que subir unas escaleras de mármol y al final te encontrabas con un mueble archivador con los cajones cargados de cartulinas donde aparecían las referencias de cada libro. A la derecha, a pie de escalera, se abría una ventanilla en el muro en la que estaban los funcionarios que se encargaban de servir al público. Algunos derrochaban vocación en lo que hacían, pero había un par de elementos despachando que te ponían firme con la mirada y que parecían habitar en un estado de enfado permanente. Si le pedías un libro complicado, de los que no estaban al alcance de la mano, te hacían un gesto de reproche y si solicitabas un tebeo te miraban con desdén, como diciendo, “en vez de gastarte veinte duros en un quiosco vienes aquí a leerlos gratis y a hacernos trabajar a nosotros”.
El corazón de la biblioteca era su sala de lectura, que por las mañanas parecía la proa de un barco, con los rayos del sol entrando a bocajarro por los balcones que daban al Paseo y el murmullo de la vida cotidiana como telón de fondo. Las voces del hombre de los Iguales pregonando los motes de los números, el cántico de la gitana que iba vendiendo la lotería y el ruido de los coches se colaban en la sala en esas horas primeras en las que no había más inquilinos en la biblioteca que los jubilados que entraban a leer los periódicos y algún niño que ese día no había ido al colegio.
La sala de lectura estaba compuesta por viejos pupitres de madera que tenían la huella de todo el que estampaba impunemente sus iniciales. Aquellos pupitres de posguerra llevaban incorporado un brazo de luz artificial y un pulsador de timbre para solicitar el servicio de obras que casi nunca funcionaba.
Tenía una cristalera donde aparecía grabado el símbolo franquista con el escudo de España y el águila imperial, y un enorme cuadro con un paisaje de la Chanca, que presidía una de las paredes.
La ‘Villaespesa’ fue la biblioteca de la posguerra. Creada por iniciativa del Gobernador Civil y Jefe provincial del Movimiento, Manuel Urbina Carrera, fue inaugurada el 18 de mayo de 1947. Se abrió con catorce mil volúmenes, muchos procedentes del Archivo Municipal y del Archivo Histórico Provincial. Además de la sala de lectura, se habilitó una sala de exposiciones y un salón de conferencias y conciertos, utilizados por los intelectuales de la época. Algunos, como Celia Viñas, estuvieron muy comprometidos con la Biblioteca Villaespesa desde antes de su creación y el mismo día de su inauguración, publicó un texto que decía: “Cuando hoy, 18 de mayo, el estudiante, el obrero, la mujer, el niño, el hombre académico, suban al Paseo, el nombre de un poeta familiar los llamará con asociación musical de líquidas fontecinas alpujarreñas “Biblioteca Francisco Villaespesa”, y la hora del juego, del descanso, del paseo, podrá remansar en el silencio del libro...”. El nombre de Celia Viñas estuvo vinculado en este proyecto al de Hipólito Escolar Sobrino, primer director que tuvo el centro, con el que colaboró mano a mano en la programación de actividades.
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