En la pared principal del bar La Oficina, en la calle de Granada, pintaron un letrero en el que se podía leer ‘Se prohibe cantar’. Lo primero que veía todo el que colocaba los pies en el tranco de la puerta era aquel mensaje advirtiendo a los amigos del cante y del vino que allí no eran bien recibidos.
La prohibición de cantar se extendió por la mayoría de los bares y tabernas de la ciudad. No es que sus dueños estuvieran en contra del arte de la copla ni del cante jondo, lo que querían evitar era las juergas excesivas y los escándalos que venían detrás. El cante solía ser hijo de la alegría excesiva que se desbordaba con unos vasos de más. Nadie entraba a un bar fresco y de buenas a primeras empezaba a entonar un Martinete recostado sobre la barra. Los cantos se iban incubando en el gaznate y en el estómago a medida que iban cayendo las ‘convidás’. Cuando el personal estaba entonado, cuando las botellas empezaban a vaciarse, entonces aparecían los artistas que construían su minuto de gloria sobre los cimientos del Valdepeñas.
Solía ocurrir a veces que la alegría, cuando se mezclaba con el vino, se transformaba en un escándalo que no favorecía en nada la reputación de un negocio. Por ese motivo, fueron muchos los propietarios de bares que tuvieron que colocar los letreros prohibiendo el cante.
Uno de nuestros negocios históricos, Casa Puga, tenía señalado en su calendario un día al año en el que a los clientes les estaba permitido cantar. El último viernes del año se abría la veda y los amigos del bar lo festejaban a lo grande con guitarras y muchas ganas de juerga.
Recuerdo que de niño me daba miedo asomarme a la puerta del bar Garrote, que estaba situado en los sombríos soportales de la Plaza Vieja, cerca de la salida hacia la Perrera Municipal. En el Garrote se vivía en estado de juerga permanente. En su barra de madera la alegría se mezclaba con un exceso de masculinidad y vicio que en ocasiones acababa creando un clima de agresividad. Los clientes se bebían las copas de coñac como si fueran vasos de agua mientras invitaban a las mujeres que bajaban del barrio de las Perchas en busca de negocio. A los niños nos daba miedo aquella extraña bodega donde el humo del tabaco creaba una capa de niebla tan densa que había que mirar dos veces para adivinar quién había dentro. Allí se bebía, allí se tejían historias de amor a treinta duros la hora y allí se tocaban todos los palos del flamenco cuando el dios Baco repartía sus cartas.
Una de las estampas más tristes de mi infancia me llevan a aquella barra a media luz donde las voces rotas por el tabaco y el alcohol profanaban el flamenco mientras mujeres pintarrajeadas caían rendidas a los pies de las billeteras.
Los letreros prohibiendo cantar formaban parte del decorado de aquellos bares pensados casi exclusivamente para hombres. Casi todos se parecían en la indumentaria. Era raro encontrar una taberna donde no colgara de la pared un artístico cartel de toros evocando una feria pasada. Todo bar que se preciara tenía su almanaque reglamentario del año en curso. En los años setenta los calendarios de pared se animaron bastante y en muchos negocios cambiaron el almanaque de la Virgen y el Niño Jesús por otro subido de tono donde una mujer mostraba sus encantos anunciando una marca de coñac.
En ese decorado oficial de los bares no faltaba nunca el escudo de un equipo de fútbol, que en la mayoría de los casos era el del Real Madrid. En Almería teníamos la suerte de que había mucha afición al Athletic de Bilbao, por lo que en algunos bares como el Bahía de Palma podíamos disfrutar del retrato de Iribar o de una foto del equipo titular hecha en San Mamés.
En los bares se solían colgar los carteles que anunciaban los partidos de fútbol de los equipos de los barrios. Algunos se iban quedando viejos y pasaban a formar parte del decorado para siempre.
En las repisas te podías encontrar cualquier cosa, desde una figura de San Pancracio rodeada de perejil, hasta el muñeco de un fraile con un miembro descomunal. El decorado de los bares casi nunca se renovaba, era tan fiel a las tradiciones que en algunos establecimientos se respetaba hasta el polvo que se iba posando en los muebles hasta formar un estrato de un dedo de anchura.
Uno objeto que se popularizó en casi todos los establecimientos fue el televisor. Recuerdo que en el bar Casa Juan de la calle de la Almedina pudimos ver los vecinos del barrio la primera tele en color de nuestra vida.
Por esos años se hicieron muy famosas las máquinas tragaperras. No había un solo bar de barrio en Almería que no tuviera al menos una de aquellas máquinas ‘flipper’ que se convirtieron en un gancho para atraer clientes. Como en aquella época casi todo estaba permitido, los menores de edad entrábamos con absoluta naturalidad a los bares para jugarnos nuestras partidas y gastarnos lo que nos había sobrado de la paga del fin de semana. Había quien metía la mano en el bolso de su madre para conseguir esas monedas para afrontar la partida diaria, que acabó estableciéndose como un ritual.
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