La calle del Pueblo es un pasadizo que aparece de tapadillo entre la calle de Regocijos y la del Magistral Domínguez. Es una cuesta que va ascendiendo, tan estrecha que por ella entraría un coche rozando las paredes. A pesar de los grandes cambios que ha ido sufriendo la ciudad, especialmente esta zona del casco antiguo, la calle del Pueblo conserva aún una parte de la esencia que tuvo y recorrerla te devuelve a las entrañas de la Almería de hace medio siglo.
Su condición de callejuela, de lugar escondido, le ha permitido sobrevivir a la hecatombe de los grandes bloques de pisos, a los aparcamientos masivos de coches y en los últimos tiempos a la epidemia de bares que ha llenado de ruidos tantos rincones de la ciudad.
A finales del siglo diecinueve, la calle del Pueblo llegó a tener algunos negocios importantes. Entonces se llamaba calle del Cosario, porque de allí partían algunas de las tartanas que comunicaban la capital con los pueblos y allí se recibían a los cosarios que eran los recaderos y los mensajeros de la época. Allí, en la calle del Cosario, estuvo funcionando hacia 1893 un prestigioso taller de confitería que montó el artesano Mariano Odera. Los dulces que elaboraba a diario se vendían después en la sucursal que tenía abierta en el número seis de la calle de las Tiendas. Aquel obrador le daba a la calle y a toda la manzana su propio perfume desde que el horno empezaba a funcionar de madrugada. Antes de que saliera el sol, el carro de la confitería se instalaba en la puerta para llevar los bollos y los pasteles al centro. Aquel carretón se hizo célebre en el barrio porque cuando bajaba hacia la calle de las Tiendas siempre iba seguido de un cortejo de chiquillos que con el olfato iban devorando la mercancía.
Fue a comienzos de 1916 cuando un concejal propuso cambiarle el nombre a la calle para dedicársela al periódico El Pueblo, que acababa de instalarse en el número ocho. Era un periódico pequeño de cuatro páginas que en su cabecera se anunciaba como diario de la mañana y ofertaba una suscripción mensual al precio de una peseta.
En los años veinte, la calle del Pueblo llegó a tener una escuela de niñas que se convirtió en la banda sonora del lugar. Como siempre tenía abiertas las ventanas, a todas horas retumbaban como un eco en el corazón del callejón las voces de las alumnas recitando la tabla de multiplicar, los límites de España y el Padre Nuestro con el que cada tarde terminaba la actividad escolar. A los vecinos no les hacía falta el reloj, cuando escuchaban “Padre nuestro que estás en los cielos”, ya sabían que acababan de dar las cinco de la tarde.
Una de las batallas de los habitantes de la calle del Pueblo que se prolongó durante años fue por culpa de la mala iluminación que tenían que soportar. En los años treinta el ayuntamiento tenía por costumbre apagar todos los faroles de la calle cuando daban las once de la noche, por lo que aquello se transformaba en un pasadizo tenebroso donde no había más luz que la que salía de las ventanas y balcones de las casas. Los vecinos dirigieron un escrito a las autoridades pidiendo que al menos dejaran un farol encendido, que tampoco iba a suponer un gasto excesivo para las precarias arcas del municipio. Entre la escasa iluminación y el miedo al mixto-lobo de un vecino, los habitantes de la calle del Pueblo no paraban de quejarse en aquel tiempo. El mixto-lobo se hizo célebre porque tenía atemorizada a toda la manzana. Su dueño lo dejaba suelto y no había quien se atreviera a salir cuando el perro merodeaba a sus anchas.
Por la calle del Pueblo también pasó la guerra. A pesar de ser un rincón escondido, uno de esos lugares que pasaban desapercibidos en el centro de la ciudad, no se libró de las bombas. Cuando la escuadra alemana bombardeó la ciudad el 31 de mayo de 1937, la metralla estuvo a punto de sembrar la tragedia al destrozar una parte de la vivienda del oficial del ayuntamiento don Francisco Terriza. El proyectil atravesó varios tabiques sin ocasional daños personales. También se vio afectada la vivienda de los hermanos Nicolás y Cristóbal Castillo, los que unos años después regentaron el bar y el restaurante Imperial.
Durante décadas, los problemas de la calle del Pueblo siempre fueron los mismos: la falta de iluminación, el mal estado del pavimento, la ausencia de alcantarillado y la facilidad con que se acumulaba la basura en cualquier solar.
Al ser una calle en pendiente, con el suelo de tierra, los vecinos estaban expuestos continuamente a quedarse aislados cuando llegaban las lluvias y el callejón se convertía en un torrente primero y después en un lodazal. Era costumbre, cada vez que llovía, poner maderos para pode transitar por la calle y cruzar de una casa a otra sin tener que hundir los tobillos en el barro.
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