El terrao había sido como una prolongación de la despensa, además de un lugar de desahogo. En la casa la gente guardaba los embutidos colgados del techo o en alcayatas en la pared, y en el terrao se criaban los conejos que tanto lucían después en las fritadas y en medio del arroz.
El cambio de época no solo comenzó cuando empezaron a circular los Seíllas masivamente por nuestras calles estrechas. El cambio también se vio reflejado en los terraos de las viviendas cuando empezaron a crecer las antenas de televisión como flores de un tiempo nuevo que lo iba a mudar todo, desde nuestras costumbres más ancestrales a la manera de mirar el mundo. La tele apareció como una deidad. Si en los dormitorios teníamos el crucifijo, el cuadro de la Inmaculada y la figura del Niño Jesús, en los terraos nos pusieron las antenas, que en cierto modo fueron el símbolo de una nueva religión, la bandera de la modernidad y la señal inequívoca de que las familias iban progresando.
Las antenas fueron un elemento democratizador que puso al mismo nivel a ricos y pobres. Es verdad que a los edificios del Paseo y a los de las avenidas principales llegaron antes, pero no tardaron mucho en imponerse también en los barrios más humildes. A mediados de los años sesenta, en mi barrio, las familias se embarcaron en la aventura y en la ilusión de ir ahorrando mes a mes una pellizco del sueldo para poder permitirse el lujo de tener un televisor. Se compraban con tanto sacrificio, con tanta devoción, que nadie se puede extrañar de que cuando el aparato llegaba a las casas lo hiciera con la máxima solemnidad, como si se tratara de un enviado del cielo.
Durante unos años, los gallineros y las conejeras, que representaban una forma de vida en decadencia, convivieron con las antenas de televisión. Surgió entonces un nuevo oficio, el de los técnicos que subían a nuestros terraos a colocarnos la antena, mientras que los niños de la casa los mirábamos con admiración esperando que obrasen el milagro que permitiera ver por la pequeña pantalla lo que estaba pasando al otro lado del mundo. De alguna manera, nuestros padres se tuvieron que hacer antenistas a la fuerza, aunque no tuvieran conocimientos en la materia, ya que la señal se iba con frecuencia y había que subir a las azoteas a tocarle a la antena: “A la derecha, un poco más, ahí, ahí”, le decíamos desde abajo cuando volvía la señal.
La tele fue el objeto de deseo que todos compartimos. Cuando alguien del barrio se compraba el televisor, los niños corríamos hacia la puerta para ver como lo descargaban de la furgoneta y cuando llegábamos a nuestras casas contábamos la noticia con entusiasmo, esperando que nuestros padres nos dijeran que el nuestro ya venía de camino.
Cada día aparecía una antena nueva en un terrao de tu barrio. En la primavera de 1963 entre los que ya estaban instalados y los que estaban en montaje, se superaba la cifra de doscientas televisiones y las ventas iban en aumento empujadas por la instalación de un poste retransmisor en Sierra Alhamilla que prometía dar una señal de calidad y sin interrupciones.
El 27 de abril de 1963 no se hablaba de otra cosa en los bares y en las reuniones de vecinos que de la corrida de la Feria de Sevilla que la tarde anterior se había podido ver en Almería a través de la tele con Paco Camino y el Viti como principales estrellas. Lo más sorprendente era que se pudo ver el festejo íntegro, sin apenas interferencias, lo que constituía un paso adelante de este nuevo sistema de comunicación.
El poste de Sierra Alhamilla empezaba a dar sus resultados gracias a la iniciativa de dos casas comerciales: Cabas OTON y Casa Cristobal Peregrín, que alentados por el negocio de la venta de televisores subieron a la sierra para colocar una gigantesca antena que diera señal a Almería. El repetidor se levantó a mil cuatrocientos metros de altura, en un lugar sin camino, sin electricidad y sin teléfono, y teniendo como única vía de comunicación un sendero que había que recorrer andando o a lomos de caballerías. Los promotores del poste contrataron cerca del lugar a un encargado del repetidor para que subiera en el menor tiempo posible si se producía alguna avería. Cuántas veces nos acordamos sin conocerlo del encargado del repetidor que imaginábamos siempre durmiendo o recostado en la barra de una taberna, sin enterarse de que la señal se había vuelto a perder.
Sólo el que lo ha vivido puede entender cuántas emociones se derramaban en aquellas primeras noches de tele, cuando la familia y medio barrio se unían en torno al comedor donde estaba el aparato para ver el Telediario, y sólo el que lo ha vivido puede comprender cuántas decepciones se llevaban un día sí y otro también, por culpa de la maldita señal del poste que cuando no se cortaba le salían interferencias, siempre en el instante más importante.
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