La decadencia fue acorralando aquel hermoso palacio sin que perdiera un ápice de su belleza. Parecía una vieja dama venida a menos que entre las arrugas aún le brotaban antiguos esplendores. Su fachada se fue llenando de humedades que las lluvias iban pintando de negro. Su acera llegó a estar tan desgastada que el tranco se había fundido con el maltrecho pavimento de la calle.
Una espléndida puerta de madera daba entrada al patio central donde el tiempo se había ido deteniendo, donde el poso de los siglos había dejado su rastro en todos los rincones, desde los arcos y las columnas hasta la majestuosa fuente de piedra donde un león asomaba su cabeza dentro de una hornacina. Hasta en los últimos momentos, cuando en el patio solo quedaban ya los rezagados recogiendo sus pertenencias, la fuente siguió dando agua y su rumor fue el último aliento de aquel palacio cuando allá por el año 1966 empezaron a derribarlo.
Bajo los arcos de piedra había una tumbona de madera donde echaban la siesta los últimos moradores de la posada y en las paredes cantaban los colorines y los jilgueros entre las rejas de las jaulas. Mientras el palacio moría, la ciudad guardó silencio, miró para otro lado, permitiendo que saliera adelante el proyecto de una constructora que en enero de 1968 consiguió el permiso municipal para que toda aquella manzana, incluyendo la casa del Marqués de la Puebla, se convirtiera en un edificio de diez plantas y más de ochenta viviendas.
Nadie tuvo en cuenta ni la belleza ni tantos años de historia. Se decía que por allí pasaron ilustres personajes como el Conde Ofalia, ministro con Isabel II, cuando estuvo desterrado en Almería por sus tendencias liberales. En el siglo diecinueve, la posada gozaba de un importante prestigio y fue el lugar elegido por los ingenieros y los empresarios ingleses que venían a Almería al negocio del mineral y de la uva, para organizar sus partidas de juego de billar en las horas libres. La Posada del Mar fue un punto de referencia para las diligencias que cubrían el servicio de pasajeros. En 1863, cuando se estableció el primer coche diario de Almería a Gádor, la salida la hacía desde la puerta trasera de la posada, que daba al Paseo de San Luis. Por allí paraba también la diligencia del poniente que llegaba hasta Adra. En los primeros años del siglo veinte, el lugar tuvo una actividad frenética gracias al paso constante de comerciantes que frecuentaban sus habitaciones. Además de la fachada, aquel palacio encerraba en su corazón un patio descubierto de una belleza deslumbrante. En su época de esplendor, aquel claustro fue lugar de reunión de mercaderes y comerciantes, y en su fuente de piedra abrevaba el ganado que iba de paso. Pero en sus últimas décadas de existencia, los que más frecuentaron el patio porticado de la Posada del Mar fueron los estraperlistas. Los soportales eran un buen rincón para los negocios turbios. Si alguien quería comprar un reloj, un juego de tazas, una botella de ginebra o un cartón de tabaco americano a buen precio, el patio de la Posada del Mar era el sitio apropiado. Allí llegaban las mujeres del puerto, con sus hatillos repletos de mercancía para esparcirla en el suelo. En la esquina, dejaban siempre un compinche vigilando por si aparecían los guardias y había que recoger y salir corriendo.
A comienzos de los cincuenta, cuando la penicilina no se podía comprar todavía en las farmacias y había que pedirla con la correspondiente autorización de Sanidad a Inglaterra, existían estraperlistas que la compraban en Melilla y la vendían después a precios astronómicos en el mercado negro que se organizaba en la Posada del Mar. Sus propietarios hacían la vista gorda y permitían que en la galería del primer piso, que daba al patio central, se instalaran los vendedores. En un hatillo, que extendían a modo de alfombra sobre el suelo, iban colocando los artículos, siempre de forma estratégica por si aparecía la pareja de municipales y había que recoger y salir corriendo. Si los guardias eran amigos, les bastaba un gesto de generosidad, el más mínimo detalle para mirar hacia otro lado y continuar su camino. Cada estraperlista tenía su propia clientela, con la que mantenían una relación familiar, basada en la confianza que daban los años y el trabajo bien hecho.
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