Hace cincuenta años nos quedamos sin nuestras fiestas de invierno que con tanto empeño había promocionado nuestro ayuntamiento año tras año en su afán de dar a conocer fuera de nuestra provincia las bondades del clima, aquello de que en Almería el sol pasaba el invierno.
Presumíamos de tener dos ferias, la de agosto y la de diciembre y enero, pero el invento se nos vino abajo en aquella extraña Navidad de 1973, marcada por el asesinato del almirante Carrero Blanco, entonces presidente del Gobierno.
El 20 de diciembre, el mismo día del atentado, el periódico había publicado el extenso programa de una fiestas que comenzaban esa tarde y se prolongaban hasta el 13 de enero. La concejalía de Festejos había organizado una Navidad eterna, de casi un mes de duración, para que en toda España supieran que aquí vivíamos como en ningún otro sitio, aquello de ‘Almería, tierra madre de la vida padre’ que se puso de moda en las pegatinas de los coches.
Ya estábamos cansados de que fuera nos vieran como un rincón atrasado y perdido en el mapa donde no había industria y donde los almerienses tenían que emigrar para tener un trabajo decente. Había que promocionar Almería como fuera, llamar al turismo aunque hubiera que hacerlo con unas fiestas de invierno que no pasaban de ser unos festejos humildes con aire decadente: el alumbrado especial de las calles más comerciales, el árbol o el Belén que se montaba en la Puerta de Purchena, el Rey Mago de la puerta de Simago, un ramillete de competiciones deportivas, los cacharros infantiles tradicionales y los puestos de venta de turrón y de algodón dulce.
Cuando estábamos preparados para vivir intensamente nuestra peculiar feria de invierno se produjo el asesinato de Carrero Blanco que lo cambió todo. Nada más conocerse la noticia se decretaron tres días de luto nacional, pero como cayó en jueves, los tres días coincidieron con el fin de semana y además con el último viernes antes de las vacaciones, por lo que el luto nacional apenas nos afectó a los escolares, que tuvimos la pequeña recompensa de no tener que ir al colegio al día siguiente del atentado.
Esa misma tarde las autoridades locales decidieron suspender las fiestas de invierno, aunque la Navidad no hubo quien la parara y la ciudad la festejó como lo había hecho siempre. Los villancicos volvieron a sonar en el Paseo, la cabalgata de reyes llevó la fiesta a las calles del centro y las luces volvieron a iluminarnos de forma extraordinaria, aunque esta vez sin grandes alardes debido a los recortes obligatorios a consecuencia de la crisis energética mundial. Las restricciones fueron importantes, afectando sobre todo a las calles de los barrios periféricos donde para ahorrar electricidad había noches que se apagaban todas las bombillas dejando a oscuras a toda la vecindad.
Nos habían dejado sin fiestas de invierno, pero el corazón navideño de la ciudad siguió latiendo. Las mujeres de las zambombas volvieron a instalarse en las proximidades del Mercado Central, como siempre; por mi calle siguieron pasando las gitanas del barrio de La Chanca con los pavos recién comprados para Nochebuena, y junto a la puerta de Simago los niños y las madres volvieron a hacer cola para echarse la foto con el rey Gaspar. Por los escaparates del restaurante Imperial siguieron pasando los almerienses para ver el espectáculo de los pavos y los corderos que estaban en capilla, mientras que las discotecas de moda y los restaurantes se preparaban para la noche de fin de año.
Aquella Navidad de 1973 fue la del restaurante del complejo Bayyana, que ofreció un menú especial a mil trescientas pesetas el cubierto y una larga noche de baile amenizada por la orquesta Los Huracanes.
En aquella extraña Navidad los mejores belenes fueron los que se montaron en la iglesia de las Claras y la casa de los Jesuitas, frente a Correos. Fue la Navidad de los pollos de la Foca, aquella industria que se instaló en la Carretera de Málaga, frente al puerto pesquero, que abastecía a todas las tiendas con aquellos pollos recién sacrificados que formaron parte de casi todas las cenas de los almerienses.
Fue la Navidad de la Caja Rural, que se fue pueblo por pueblo, aldea por aldea, buscando clientes y repartiendo almanaques. La Navidad del Rincón de Juan Pedro, donde las autoridades celebraban las fiestas por todo lo alto a base de pavos y gambas frescas. Fue una Navidad lluviosa, donde aún no se habían apagado los ecos de las últimas inundaciones ni habían terminado las campañas para ayudar a los damnificados.
En aquellas fiestas los telediarios nos recordaban una y otra vez que España estaba de luto, el Gobierno no se cansaba de aconsejar a la población una voluntaria contención del consumo de energía, pero aquí en Almería, como estábamos tan lejos de todo, los niños disfrutamos de nuestra sencilla Navidad ‘tirados’ en la calle a todas horas, pegados a los escaparates de las tiendas de juguetes y esperando a que pasaran los Reyes Magos para llenarnos los bolsillos de caramelos.
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