El ocaso de los carros de toda la vida

En los años 60 los carros de mano y los de tracción animal convivieron en las calles

Eduardo de Vicente
00:27 • 19 dic. 2023 / actualizado a las 09:12 • 19 dic. 2023

Cada vez que por mi calle pasaba el carro del basurero los niños salíamos a las puertas de las casas para presenciar aquella maniobra de riesgo en la que el mulo intentaba mantener el equilibrio sobre los resbaladizos adoquines. A veces patinaba y hacía un amago de irse al suelo, pero casi siempre salía victorioso aunque con el susto metido en el cuerpo.




Todavía, allá por la segunda mitad de los años sesenta, los carros de tracción animal y los de tres ruedas formaban parte de la vida comercial de la ciudad, compartiendo las calles con los vehículos de motor que iban ganándole el terreno. Cuando pasaba el taxista Rafael Plaza, con su Seat 1500 recién estrenado, los vecinos se asomaban a la calle a ver el nuevo modelo con el mismo asombro con el que un rato después lo hacíamos los chiquillos cuando aparecía el carro y el mulo del basurero. Los coches y los carros convivían, pero no se soportaban. Cuántas veces asistimos a una disputa en medio de la calle entre el conductor del coche que llevaba prisa y el carrero que iba delante con una parsimonia de siglos.




Recuerdo una noche, en la que fuimos a la estación a esperar a mi hermano mayor que venía de Granada, que cuando volvíamos de regreso en el Renault de mi padre nos tocó delante un carro cargado de lechugas con el auriga durmiendo. El mulo debía de conocerse el camino de memoria porque el cochero viajaba tranquilo dando cabezadas. Nos tocó amoldarnos a su paso, aguantar el trote y llevarnos unas cuantas lechugas en el maletero de las que se le iban cayendo al carro por el camino.




A los niños nos gustaba mucho el carro del trapero, que era aquel señor que pasaba de vez en cuando por los barrios tocando de casa en casa para llevarse la ropa vieja y cualquier trasto que sobrara. El trapero, con su carro cargado de objetos, parecía un rey gaspar venido a menos. En su bazar ambulante tenía cabida desde un paraguas roto hasta un jarrón chino estropeado, desde una muñeca descabezada hasta el coche teledirigido que había dejado de funcionar.




Los carreros formaron parte de nuestra infancia como personajes pintorescos a los que mirábamos con un mezcla de miedo y admiración. Les temíamos por el látigo que llevaban en la mano y su aparente  rudeza,  nos gustaban por su planta de pequeños héroes, capaces de dominar a las bestias con un  gesto o un simple silbido, sin moverse, siempre sentados en un lateral del carro, con las piernas hacia fuera y un cigarrillo medio apagado cayéndole sobre el labio inferior.




De niño siempre soñé con tener un carro con caballerías como los que veía pasar todos los días por la puerta de mi casa. Recuerdo uno de esos carruajes como si fuera un espejismo, como si formara parte de mi subconsciente. Era un carro viejo y destartalado de madera rodeado por los laterales  con dos barandas de palo que servían de protección. Las ruedas, también de madera, eran inmensas y estaban cubiertas por un poso de barro y suciedad que el tiempo había ido depositando en los radios. A cada paso que daba parecía que aquel carro se iba a descomponer: crujían sus maderas por el peso de los años como crujían los huesos del cochero, un anciano que venía de la los cortijos de Los Molinos con un cargamento de alfalfa y estiércol que iba dejando a su paso un denso perfume a establo.




Por mi calle pasaban también los carreros con sus mulas cansadas camino del Mercado Central y de la Plaza de Pavía. Disfrutaba sentándome en el tranco viendo el trote temeroso de aquellos animales, parecían bailarinas saltando de puntillas sobre los adoquines del suelo.




Los carreros fueron los transportistas de la ciudad hasta hace cincuenta años. Eran una estampa habitual de nuestras calles cuando las mudanzas, la venta ambulante o el transporte de cualquier tipo de material se hacía en carros. No había un solo comercio de barrio que no tuviera su carro de tres ruedas como parte fundamental del negocio.


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