El primer estirón del que éramos conscientes era el que dábamos aquella primera vez en la que tu madre te ponía una moneda de un duro en la mano y te decía: “Acércate a la tienda a por una carterilla de azafrán y con lo que sobre te compras un caramelo”. Ese día sentíamos que habíamos crecido porque alguien confiaba en nosotros y porque a partir de aquella experiencia íbamos a poder saborear con más frecuencia el placer de salir solos a la calle.
La tienda de tu barrio era un lugar de confianza, donde fuimos por primera vez solos a comprar, donde el tendero te llamaba por tu nombre porque te había visto nacer y conocía la vida de tu familia y la del barrio.
Aquellos comercios familiares fueron los auténticos templos de los barrios en una época en la que era costumbre ir todos los días a hacer la compra. Antes de que los frigoríficos se democratizaran y llegaran a todas las cocinas, la mayoría de las familias hacían dos incursiones diarias a la tienda, una para preparar el almuerzo y otra para la cena.
Ahora que las tiendas de barrio están en retirada y se han impuesto los supermercados y los grandes centros comerciales donde nadie se mira a los ojos y nadie tiene nada que contarse, uno se acuerda de la cercanía y de la complicidad de las pequeñas tiendas familiares donde se alcanzaba un grado tan alto de confianza que podías decirle al tendero: “Esto me lo apuntas que el mes que viene te lo pagaré”.
Hoy vas al supermercado y sientes que eres invisible, un bulto sospechoso que la cajera de turno despacha con una pregunta: “¿Vas a querer bolsa?”. Pasas por la caja como si estuvieras atravesando una aduana, formando parte de una cola callada donde nadie tiene nada que decirse y la gente te mira con recelo no vaya a ser que quieras colarte.
Las pequeñas tiendas de barrio llevaban impregnado el olor personal de cada familia, como un sello que las diferenciaba. Algunas tenían la vivienda en las habitaciones interiores, lo que marcaba más ese toque casero que las hacía tan cercanas. Estabas comprando en la tienda y de pronto te llegaba el olor al cocido que la mujer del tendero estaba preparando dentro. Si ibas por la tarde a comprar, desde el patio de la tienda te llegaba la música de los discos dedicados que se escuchaba en la radio y el perfume a jabón que dejaba en el ambiente la ropa recién lavada.
Las mujeres de los tenderos trabajaban doble, ya que tenían que echar una mano en el mostrador y aprovechar los momentos de tregua para hacer las tareas de la casa y cuidar de los hijos. El oficio del tendero exigía un sacrificio extremo donde no se contemplaban jamás las vacaciones. Nunca se podía cerrar por el temor a que los parroquianos se fueran a comprar a la competencia. El tendero se pasaba la vida pegado al mostrador, con el tiempo justo para el almuerzo y poco más, tan metido en su oficio, tan impregnado de la atmósfera del negocio que cuando llegaba un día de fiesta y te lo cruzabas por la calle, vestido de domingo y alejado de su hábitat natural, tenías que mirarlo dos veces para reconocerlo.
Aquellos que tenían la tienda y la vivienda juntas estaban de guardia a todas horas. Podían cerrar la persiana, pero si alguien tocaba a la puerta de la casa porque le hacía falta una docena de huevos para la cena o un litro de leche, no tenían otra alternativa que abrirle y atender al cliente, que siempre llevaba la razón. Había pocos días de descanso de verdad. Uno de ellos era en verano, cuando llegaba el 18 de Julio que era fiesta nacional. Ese día no se abrían las tiendas, pero en las vísperas apenas había tiempo para descansar ya que el barrio entero pasaba por delante del mostrador para llenar las despensas y preparar las excursiones multitudinarias a la playa y al campo, aprovechando el dinero recién cobrado de la paga extraordinaria. En la noche previa al 18 de Julio había tiendas que rozaban la madrugada despachando clientes sin parar.
El tendero era entones una autoridad en su calle y la tienda el verdadero templo de la vida diaria. Si un día la tienda permanecía cerrada, siempre por algún motivo de causa mayor, un viento extraño de desolación envolvía la calle, como si de pronto se le hubiera detenido el pulso, como si la vida se hubiera quedado dormida aquella mañana.
El tendero era el personaje más conocido del barrio y una referencia constante a la hora de solucionar los problemas. Cuando llegaba el cartero con un paquete y no encontraba al destinatario, lo dejaba en la tienda. Los recados, las buenas y las malas noticias, pasaban por la tienda, donde la gente no solo iba a comprar, sino también a contar su vida, a desahogarse cuando los sueldos no daban para más o cuando la niña andaba tonteando con un muchacho que no era de fiar.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/267190/las-tiendas-con-nombre-y-apellido