El mineral de hierro que creaba puestos de trabajo y nos generaba riqueza fue también una tortura para la ciudad en momentos claves de su historia. Durante más de medio siglo, nadie acertó a solucionar el problema que generaban aquellas nubes de polvo rojo que como una maldición bíblica cubría las calles, los árboles, las playas y se colaba mezclado con el aire hasta el vientre de las casas.
Si soplaba el poniente, el polvo del mineral de hierro que transportaban los trenes hasta el embarcadero caía como una lluvia sucia y pegajosa sobre el barrio del Tagarete y la Vega. En los días de levante intenso, el polvillo se extendía como una niebla oscura por Ciudad Jardín, Las Almadrabillas y llegaba hasta la zona de Oliveros y el Parque. Había días insoportables en verano, cuando allá por los años sesenta al inconveniente natural del calor y el viento, se unía la invasión de polvo de mineral y el olor a podrido que salía de las chimenea de la Celulosa, la fábrica de papel.
El polvo férrico era un temible enemigo que se posaba en las fachadas con voluntad de quedarse, se colaba por las rendijas de las puertas y las ventanas y echaba a perder la ropa recién tendida en las azoteas. Los vecinos no ganaban para cal y hasta la iglesia de San Antonio presentaba un aspecto fantasmagórico con la torre cubierta de mineral. El día que decidieron limpiarla tuvieron que ir los bomberos con las mangueras de máxima potencia para devolverle el color a la iglesia con la fuerza del agua.
La polémica por los inconvenientes del embarcadero, conocido popularmente como el Cable Francés, estuvo latente en la ciudad desde que en 1915 se le otorgó a la compañía la autorización para su uso y explotación. Algunas instituciones no vieron con buenos ojos la instalación de la nueva ‘industria’, alentando el temor de que el polvo que se desprendiera de los trenes y del depósito pudiera afectar a la ciudad y a la salud de los vecinos. Pero los técnicos de la Compañía Andaluza de Minas y la Jefatura de Obras Públicas aseguraron que por la forma en que técnicamente se había proyectado tanto el depósito como el embarcadero, estaba asegurada la inmunidad.
A partir de los años treinta, cuando empezó a construirse el barrio de Ciudad Jardín y el Tagarete fue creciendo como una de las zonas de expansión de la ciudad, el problema del polvo del mineral se convirtió en una batalla más seria lo que obligó a la Compañía Andaluza de Minas a reformar sus dependencias. El 28 de septiembre de 1935 inauguró sus nuevas instalaciones en lo que entonces era la Avenida 14 de Abril, hoy de Cabo de Gata. La gran novedad del proyecto era la construcción de tres muros de cerco para que los depósitos pudieran estar resguardados de los vientos y evitar la formación de las temibles nubes de polvo.
A pesar de las buenas intenciones que públicamente demostraban los directivos de la compañía que explotaba el cargadero, los muros se fueron quedando aparcados en un papel, hasta que en 1936 el Ayuntamiento de Almería, empujado por la presión de los vecinos de los barrios más afectados, le ordenó a la compañía la puesta en marcha de los muros proyectados, que finalmente no llegaron a concretarse eclipsado por la realidad de aquellos meses convulsos que desembocarían en la guerra civil.
En los años de la posguerra, cuando la ciudad intentaba rehacerse después de tanta derrota, se volvió a retomar el viejo problema del polvo del mineral. En 1948, el entonces alcalde, Emilio Pérez Manzuco, se vio obligado a coger el tren y marcharse a Madrid para entrevistarse en persona con el consejero delegado de la Compañía Andaluza de Minas, Luis Lamana. La situación creada por el maldito polvo férrico se hacía insostenible. Los vecinos de la nueva barriada de Ciudad Jardín se habían puesto en pie de guerra, hartos de inhalar aquel aire contaminado que según el informe de los médicos podía causar una peligrosa enfermedad llamada siderosis.
Ante este panorama, y con media ciudad teñida de rojo, el señor Pérez Manzuco se presentó en la capital de España y se trajo la promesa, por parte de la compañía, de que le iban a poner remedio al problema. Por fin, cinco años después, en 1953, empezó a levantarse un muro de quince metros de altura con el fin de cercar el perímetro del depósito donde se acumulaba el mineral antes de ser embarcado. Además, se dotó a la instalación de un sistema de riego que pulverizaba el agua, como una lluvia artificial, sobre los montones de mineral, mojándolos y evitando así su propagación empujado por el viento.
Pero los vientos reinantes en Almería, indomables y constantes, no respetaron la técnica y no tardaron en saltarse las barreras que había colado la Compañía Andaluza de Minas. Cuando el poniente o el levante soplaban de verdad ni el muro ni el riego podían evitar que el polvo se mezclara otra vez en el aire y volviera a cubrir la vida de los sufridos vecinos.
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