Los 90 años de Manolo Cuesta (3)

Fue uno de los pocos almerienses que pudo irse a estudiar fuera en la posguerra

Manolo Cuesta, junto a su amigo Claudio Pimentel, en la azotea del Teatro Cervantes, donde subían a menudo a ver la ciudad y a mirar sin ser vistos
Manolo Cuesta, junto a su amigo Claudio Pimentel, en la azotea del Teatro Cervantes, donde subían a menudo a ver la ciudad y a mirar sin ser vistos La Voz
Eduardo de Vicente
09:42 • 13 jun. 2024

A Manolo Cuesta le gustaba estar bien rodeado de amigos. Mantenía una relación especial con algunos compañeros de instituto, con los que competía por ser el mejor de la clase. En ese escalafón de buenos estudiantes estaban José Jiménez Pere-Pérez, que con el tiempo llegó a ser médico y profesor de la Universidad de Córdoba, y Eulogio Jerez Cascales, un cerebro, uno de esos alumnos que rozaban la perfección que alcanzó cotas muy altas en su vida profesional llegando a ser jefe del servicio de ginecología del Hospital Beth Israel de Nueva York, y que después de su experiencia en América regresó a Almería para poner su consulta en la calle Gerona. Entre los mejores de la clase estaba también un muchacho que a pesar de sufrir una parálisis en las dos piernas, competía siempre por obtener los mejores expedientes y era muy querido en el centro. Se llamaba Hilarión Gómez Velasco, y acabó estudiando Química, llegando a ocupar el puesto de director de las Salinas de Cabo de Gata.



En ese ramillete de amistades había un hueco para un personaje especial, uno de esos hombres humildes y generosos que dejaron huella en la vida de Manuel. Era su amigo Claudio Pimentel, con el que tantas aventuras compartió por los rincones más recónditos del Teatro Cervantes. La abuela de Claudio, la señora Matilde, era la conserje del teatro, la dueña sentimental del recinto, la que conocía todos sus secretos y todas sus historias. Para Manuel Cuesta, el ‘Cervantes’ era una invitación a la felicidad, el lugar perfecto para evadirse del mundo y dejar volar la imaginación. Los dos amigos tenían todo el edificio a su disposición: entre bambalinas jugaban al escondite o imaginaban aventuras arropados por algún viejo decorado que seguía colgando del techo. La tarde que había función les gustaba meterse en la habitación de la claraboya y desde allí arriba contemplar el gran teatro en todo su esplendor y sentir ese placer infantil de poder ver sin ser vistos. 



En los veranos, cuando se iba con la familia a pasar los meses de calor en la finca de Santillana, en la sierra entre Abla y Ohanes, Manuel se reencontraba con un amigo muy distinto a los que tenía en la ciudad. Allí lo esperaba Juanillo, un auténtico polvorín, un alma de campo que conocía todos los recovecos de la finca, que trepaba por los árboles como un primate y recalaba en la balsa como un batracio. A veces, para sorprender a su amigo, el bueno de Juan se lanzaba al agua sin quitarse la ropa, derrochando locura. En los años de juventud, Juanillo presumía con los excesos: en vez de un vaso de vino se bebía un litro sin respirar ante la mirada de asombro de los vecinos. Un día, estando en Almería, Manuel recibió la triste noticia de su muerte prematura al sufrir una perforación de estómago tan repentina y violenta que al médico no le dio tiempo llegar.



En uno de esos cajones donde Manuel guarda todos los recuerdos que compartió con sus amigos de juventud, hay un compartimento para los compañeros con los que coincidió en Granada, mientras estudiaba Derecho. En aquellos años complicados de la posguerra eran pocos los almerienses que podían irse a estudiar fuera. Todavía no se había consolidado esa clase media que estalló a finales de los cincuenta y en la década siguiente, y solo los hijos de las familias más acomodadas podían permitirse el lujo de hacer una carrera lejos de su tierra. 



Manuel Cuesta se fue a Granada. Era la primera vez que salía del entorno familiar y aquella experiencia fue toda una aventura, el descubriendo de un mundo nuevo. Paraba en una pensión de Puerta Real, encima del Café Granada, junto a varios estudiantes de Almería. Tenía como compañeros a Rafael Durbán, que estaba estudiando la carrera de Farmacia, a Jesús Espinosa, Francisco Valverde y Antonio López Cuadra, que querían ser abogados, y al bueno de Manolo Tara, hijo del dueño del Café Español, que estaba en Medicina. 



Era el tiempo de los estudios y también era el tiempo de los primeros amores. Manuel recuerda que en su clase casi todos estaban enamorados de Loli, una morena de una belleza cinematográfica a la que miraban con auténtica devoción. Su padre tenía un laboratorio de revelar fotografías en su casa y allí iban los muchachos cada vez que tenían la oportunidad para verla a ella con el pretexto del carrete. 



Por aquel tiempo, Manuel conoció a su primer amor verdadero. Fue una tarde de Semana Santa, cuando se encontraba junto a su amigo Adolfo Téllez, sentado en la terraza del Casino. En esos momentos vieron entrar a una adolescente acompañada de un amigo. Adolfo, con ironía, le comentó a Manuel: “Mira que niña más guapa, y con el tonto que va”. Desde entonces, la imagen de aquella joven de dieciséis años, atractiva y elegante, se le quedó grabada como si hubiera sido una aparición. Ella se llamaba María José Rapallo Polo, y era la hija de Luis Rapallo Ronco, director del Banco de Santander.  La joven destacaba del resto por su acento, de hecho en el colegio de las Jesuitinas la conocían como ‘la que hablaba fino’, y destacaba también por su forma de vestir. Le cosía Paca Andújar, una de las modistas más prestigiosas de la ciudad que tenía el taller en la calle de Regocijos, y era clienta de la acreditada firma ‘Casa Passapera Fuertes’, que al menos un par de veces al año traía a Almería una muestra de su alta costura, las novedades que triunfaban en París, para que las muchachas de la alta sociedad pudieran disfrutar de las últimas tendencias. 



El cuatro de mayo de 1955, María José Rapallo y Manuel Cuesta empezaron una relación formal de noviazgo que sin embargo no les permitía poder ir solos por la calle. Para darse la mano tenían que sentirse solos, que nadie los mirara. Los domingos solían frecuentar la inmensidad del puerto, que era un buen escenario para las parejas de novios. Disfrutando viendo los barcos y sobre todo, contemplando las idas y venidas del tren del puerto, que llegaba desde la Estación con paso lento, caminando por las vías que se adentraban en la ciudad por el barrio de las Almadrabillas.


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